Acontecimiento en el Teatre Romea. José Sacristán lleva a escena Señora de rojo sobre fondo gris, la novela que Miguel Delibes dedicó a su esposa. José Sámano dirige un montaje que es a la vez homenaje y testamento escénico. Ambos firman una magnífica versión del original en forma de monólogo junto a Inés Camiña. Inolvidable.
No es la primera vez que Sacristán y Sámano suben a las tablas un texto de Delibes. Aquí los vimos en el entonces Teatre Villarroel en 1990, con Las guerras de nuestros antepasados y junto a Juan José Otegui. En esta ocasión, la implicación y dificultad es todavía mayor, teniendo en cuenta la parte de biografía ficcionada del manuscrito que sirve de base. Siempre fieles a las palabras y al estilo del autor lo que se nos ofrece es un trabajo tan sensible como evidente del talento y talante del mismo servido por dos oficiantes del arte dramático que aplican todo lo aprendido en su longeva y dilatada carrera profesional. Una pieza que lleva el unipersonal a su máxima expresión y se centra en un personaje que recurre al alcohol para explicarnos lo especial de su relación conyugal. Recuperando a su esposa a través de la evocación, cayendo en la cuenta de las luces y las sombras del amor que sintió por ella. Se recoge esta admiración pero también el autocuestionamiento del protagonista, que dudará de si el amor era hacia la persona o una respuesta a la fuente de inspiración artística que le supuso durante años. Se mantiene, en una segunda línea pero aportando profundidad, el contexto sociopolítico nacional de la época. Antes semejantes acontecimientos, se multidimensiona la preocupación artística del protagonista por encima (incluso y en ocasiones) del espectro cotidiano. Un combate interno que el texto dramático plasma a la perfección.
Sacristán se muestra excelso como nunca. Maestro porque enseña y generoso porque comparte. Explotando voz, entonación, mirada y movimiento de un modo único y que probablemente nunca se había visto sobre un escenario de un modo semejante. Liberando las palabras del autor y transmitiendo todo su significado. Aportando dolor, amor y herida. También ironía y sentido del humor. Nos atrapa desde su aparición en escena y ya no nos suelta, sumergiéndonos con él en este torbellino de emociones y sentimientos. No nos ahorrará ni un ápice del razonamiento ético y artístico al que se somete. Nos entusiasma y emociona ver cómo desaparece tras su personaje explicarnos a Ana, esa mujer a la que no siempre se ha querido bien y a la que ahora se glorifica. También su oficio y sus porqués. No da por hecho que su presencia es suficiente por sí misma y se arriesga y entrega de un modo tan intrépido como valiente. Nunca antes lo habíamos descubierto tan emotivo. El impacto que provoca ver cómo ahoga las palabras en sollozos y esa mirada abatida pero en la que todavía persiste la llama de la búsqueda se quedan grabados a fuego en nuestras retinas y en nuestro corazón como un tatuaje imborrable e imperecedero. Negándose a caer en el ejercicio «yoísta», la verosimilitud se transforma en verdad haciéndonos creer que va a romper a llorar de un momento a otro. Su colocación por el escenario es magnífica, especialmente cuando el actor habita el escenario con la misma cotidianidad como el pintor su estudio. Aprovecha la frontalidad cuando corresponde y ocupa todos y cada uno de los rincones, físicos y no. La escenificación de las conversaciones con su esposa nos regala un caudal incontable e impresionable. Sentiremos compasión y conmiseración, en primera persona (con él) y en tercera (hacia él e incluso ella). Veremos al pintor y también a Ana. Y lo más difícil todavía, a Delibes y Ángeles de Castro. Algo verdaderamente sobrecogedor y culminante.
El diseño de escenografía de Arturo Martín Burgos lo tiñe todo del gris titular, tanto las paredes como el mobiliario. El fondo idóneo para que este personaje rememore, dé forma y nos (y se) explique (a nosotros como si fuéramos su hija encarcelada) su historia y a sí mismo. El juego que se establece con la excepcional iluminación de Manuel Fuster oculta, muestra y evoca hasta los recovecos más recónditos. La alineación progresiva que se establece con el desarrollo narrativo es milimétrica y el poder sugestivo y alusivo con respecto al texto y a la exposición del personaje penetrante. De un modo tan potente y permeable como imperceptible. Algo parecido sucede con el sonido de Mariano García, que consigue que la amplificación no la percibamos como tal manteniendo la intimidad idónea y un volumen que parecerá únicamente modulado por la voz del intérprete. La naturalización de la convivencia con la voz en off de Mercedes Sampietro en momentos muy concretos crea la ilusión de estar escuchando los pensamientos y recuerdos del pintor protagonista, siempre guiados por la mirada del abnegado actor. La presencia más o menos protagónica del lienzo de Eduardo García Benito ocupa siempre el plano preciso. Juntos consiguen algo tan mágico (ya nos lo avisa el título) como convertir la obra en un gran lienzo dramático de un periodo determinante de la vida del protagonista. El que no pintó él pero que lo delimitó y definió indefectiblemente.
Señor Sacristán, gracias por su oficio. Usted vence, sobrepasa y supera la banalidad que Delibes atribuía a los vivos. «Cuando alguien imprescindible se va de tu lado, vuelves los ojos a tu interior y no encuentras más que banalidad, porque los vivos, comparados con los muertos, resultamos insoportablemente banales». Este pintor en el que se transforma sobre las tablas del Romea insufla, infunde e inspira la esencia del teatro como hace casi dos décadas lo hizo junto a María Jesús Valdés con su devastador Willy Loman en La muerte de un viajante. Sus interpretaciones de estos personajes, perdedores como lo podemos ser todos nosotros, y su profundización y valiente osadía para zambullirse en el patetismo y la ternura (incluso el rechazo que nos puedan producir en algunos momentos) se convierten en recuerdos y lugares intrínsecos a los que volver en situaciones de necesidad. Con usted aprehendemos, experimentamos y atesoramos. Sus visitas se han convertido en momentos históricos y privilegiados de nuestro querido barrio del Raval y de la ciudad de Barcelona. Año a año, década a década y proyecto tras proyecto. Y teatro a teatro. Algunos, como el Principal, cerraron. El Romea sigue. Usted también. Entonces, ahora y siempre. Gracias.
Crítica realizada por Fernando Solla