La Villarroel nos invita a despojarnos de cualquier prejuicio moral que podamos interiorizar ante el thriller psicológico y dramático. La dansa de la venjança se beneficia del entendimiento entre Jordi Casanovas y Pere Riera, autor y director, y del de éstos con Laia Marull y Pablo Derqui, una pareja protagonista salvaje, indómita e impetuosa.
Menudo viaje. Resulta muy interesante establecer un hilo entre esta propuesta y Mala broma, uno de los últimos trabajos de Casanovas como autor. Lo que allí se convertía en argumento, aquí se connota hacia la recepción y la validez o no del acercamiento a los temas sin tener en cuenta las connotaciones morales más o menos establecidas. Hay una cierta sensación de «normalidad» en lo que sucede en escena y esto es lo que realmente asusta. La certidumbre de la posibilidad y el reconocimiento. En las actitudes pero, ¿y en las acciones?
Riera conoce la sala y mantiene el cuidado que como dramaturgo ofrece a sus propios textos hacia el de su compañero. Sabe incluir todos los elementos que forman parte de la puesta en escena y exprimir todas sus posibilidades para el que el desarrollo y la recepción de la pieza calen profundamente en el espectador. Sería un ejercicio interesante discernir qué parte hay de cada uno de los dos en cada decisión, porque la complicidad de ambas miradas ofrece un artefacto escénico diestro y certero. Muy impactante, tanto para el que se aproxima a partir del razonamiento como desde lo emocional, por lo menos en un principio ya que esa barrera también caerá.
Además, cuando todavía recordamos cómo en Infàmia se recurría a una de las piezas más celebres de Shakespeare para hablar de la aproximación e implicación del intérprete hacia y con el personaje, aquí se hace lo propio con uno de los personajes capitales de la mitología griega, que despertó el interés de autores como Eurípides o Séneca. No para hablar de teatro e interpretación, pero sí a modo de anticipación y de competencia emocional e inteligente. El uso de este recurso supone uno de los grandes logros del texto, ya que consigue explicar mito y personaje fundacional y cómo las generaciones posteriores nos lo hemos apropiado. En apariencia como algo ajeno al argumento pero que será capital. No habrá posicionamiento explícito ya que todo aparecerá en función de los requerimientos de la ficción y este detalle es precisamente el que despierta e instiga un debate interno y moral que provoca desasosiego y al mismo tiempo resulta muy enriquecedor.
Muy arriesgado y bien hilvanado el reflejo (una vez más, a través de la ficción que, no olvidemos, es la realidad de los personajes y también la nuestra mientras dura la representación) de cómo se utilizan los tópicos de genero para escudarse o no en la victimización, confundiendo y utilizando en función de las necesidades la máscara con la que la persuasión suele ocultar la manipulación. Tópicos como algo recurrente, que existe y persiste y que quizá hay que erradicar. Juntos a los griegos, el guiño al compositor Samuel Barber nos sitúa en un terreno entre lo cruel y lo macabro. Esto es un thiller emocional y dramático sobre las consecuencias de un divorcio y en la ficción no aplica la misma jurisprudencia que en la vida «real». ¿O sí?
Casanovas es un maestro en este terreno y con la inestimable ayuda de Riera invita a jugar también al espectador. Esto se consigue a partir de una curiosa hibridación de las claves y bases de los géneros dramáticos. Cómo se empasta el thriller para desarrollar la situación, así como el dibujo de los personajes a partir de unos códigos más psicopáticos totalmente «normalizados» en un contexto que aunque quizá no diario o rutinario sí que percibimos como cotidiano, con el (melo)drama más exacerbado y los giros y vueltas de tuerca, es algo que merece descubrirse en primera persona. A destacar también el uso vehicular que se hace de los personajes ausentes en escena y que forman parte del mundo en el que se mueven los protagonistas.
Este buen pulso se ha trasladado a la dirección de intérpretes. Laia Marull y Pablo Derqui juegan como nunca en escena. Juntos. Pocas veces se consigue un combate escénico tan bien jugado. Sí, no es gratuita la repetición. En este caso, llegaríamos de nuevo a la confirmación definitiva de otro tópico: «to play» también lo traducimos como interpretar. Y ambos, cada uno y en combinación, dan sentido a esta acepción. Es un lujo contemplar la contienda descarnada y cruel de los personajes (la física y la verbalizada) al mismo tiempo que asistimos a un acompañamiento mutuo entre las personas/intérpretes que los crean ante nosotros. Ambos nos guían y nos persuaden/manipulan como requiere el texto. Nos retan, nos tensan y nos conmueven, progresivamente y hasta llevarnos al catártico final. Al suyo y al nuestro. La mirada alterada de ella. Su crispación máxima ahogada en silenciosas y turbadoras peticiones de tiempo muerto. La capacidad de él para mostrar con el rostro los estados alterados y contradictorios que la corrección del lenguaje que utiliza intenta ocultar. Sus risas nerviosas, sus manera de mostrar las grietas emocionales. Juegos de poder y de dominación que esta pareja de artistas acomete llegando a mostrar todas sus dobleces, connotaciones e implicaciones. Un trabajo valiente y que altera nuestra condición impresionable. Admirable y espléndido.
De este modo, y volviendo a lo global, hay una labor conjunta de todos los departamentos muy alineada con los requerimientos de la propuesta. La escenografía de Sebastià Brossa nos sitúa en un ambiente opresivo e interior a pesar de la localización de la platea a banda y banda. De algún modo, nos sentiremos espías de la intimidad de la pareja. En apariencia un decorado realista y fijo que incluye y facilita la inclusión de elementos agrestes, naturales y alegóricos de esta jungla emocional de reproches y confrontación. En esta misma línea siguen la iluminación de Sylvia Kuchinov y el espacio sonoro de Jordi Bonet. Juntos marcan el termómetro y los latidos del thriller, focalizando y enfatizando, dirigiendo nuestra mirada y nuestra implicación de un modo prácticamente imperceptible pero de todas todas irreprimible.
Finalmente, La dansa de la venjança nos sitúa en un terreno incómodo en el que el debate interno aflora desde buen principio. En este caso, no se trata tanto de confrontarnos con los valores más o menos arraigados y con los que nos podamos identificar (que también) sino en cómo su reflejo en escena nos divierte y nos entretiene. Una pieza que funciona como esa sacudida que en ocasiones necesitamos sentir cuando nos subimos a una atracción de feria para lanzarnos al vacío a velocidad vertiginosa. Una caída libre que nos consterna y nos contractura y que al mismo tiempo nos libera si conseguimos soltar ese grito interior que todos acumulamos. El grado de excarcelación y (pre)juicio lo pone el espectador. Las herramientas, las aportan Marull, Derqui, Casanovas y Riera.
Crítica realizada por Fernando Solla