El Teatre Goya confía en Carles Alfaro para ofrecer su particular lectura de algunos relatos breves y humorísticos de Antón Chéjov. Un ensayo escénico que es a la vez muestra del respeto que el autor sentía por el trabajo de los intérpretes y por el arte teatral y que nos llega con una cuidada puesta en escena y un reparto más que inspirado.
No deja de ser curioso que se haya elegido esta propuesta como uno de los espectáculos programados para el 10º aniversario de la reapertura del teatro. Sin duda, el riesgo asumido es considerable. Se agradece la voluntad de ir más allá de los títulos que se suelen representar habitualmente y esta exploración de la soledad del actor en el camerino tras los aplausos del público y la celebración de un homenaje. No deja de ser algo irónico, aunque más cercano a la misericordia que al escarnio.
Lentitud y silencios. Así en la vida como en el teatro. La adaptación de Alfaro y Enric Benavent no ahorra momentos de extrañamiento pero traza una línea con un recorrido menos aleatorio de lo que puede parecer a simple vista. De nuevo, la traducción de Anna Maria Ricart logra captar el peso y relevancia de las palabras en nuestro idioma y brinda un texto delicado y muy cuidado al cuarteto de intérpretes. L’últim acte reúne de nuevo a Alfaro con Francesc Orella, cuyo entendimiento persiste tras aquella maravillosa aproximación a La caiguda de Albert Camus en el Teatre Nacional de Catalunya (2002-2003).
También persiste la sensibilidad de Alfaro como escenógrafo e iluminador, sin duda, uno de los puntos fuertes de la pieza. Un juego de espejos y claroscuros que nos sitúa en un terreno en el que las apariencias e ilusiones, engaños y ofuscaciones, fantasías y quimeras cobran vida como reflejos de las tribulaciones del protagonista. El espacio sonoro de Toni Pérez incluye la música original de Bárbara Granados y, en combinación con las voces de los protagonistas, nos acerca a la experiencia onírica. Por último, el vestuario de Raquel Bonillo y la caracterización de Àngels Palomar, se alinea con el trabajo lumínico para mostrar a los personajes femeninos como refracciones y reverberaciones de lo que fue el actor y favorece la confrontación con el pasado.
Granados, Nina y Cristina Plazas asimilan en sus creaciones esa naturaleza entre lo corpóreo y lo evocado y destacan tanto por su aproximación al texto como por la ejecución de las canciones. Nos gusta comprobar la vis cómica y dramática de la primera, la expresividad cargada de significación de la segunda (y su adecuación vocal, una vez más) y la potencia y fiereza de la tercera. Muy buen contrapunto para un Orella que desde su monólogo inicial hasta el final de la función se muestra con generosidad y entrega para favorecer y evidenciar todas las connotaciones, dobleces y contradicciones que se le suponen al recorrido vital de su personaje.
Finalmente, L’últim acte nos sitúa en un terreno cercano al arte y ensayo. Y como sucede en ocasiones, aunque nos gusta dejarnos llevar por el empaque de la propuesta, no siempre la acabamos de discernir. Nuestra intuición supone que nos encontramos ante algo elevado y contempla un envoltorio de lujo y una dirección muy meditada y consecuente con lo que quiere mostrar que, sin embargo, no siempre consigue arrastrarnos al interior del universo de los personajes. Comprendemos la declaración de intenciones, incluso el desasosiego, pero a momentos no logramos hacerlo nuestro y participar de él. Una propuesta a contracorriente y a la que, eso sí, hay que entregarse sin prejuicios y con la mente abierta.
Crítica realizada por Fernando Solla