La reina de la bellesa de Leenane de Martin McDonagh es una de esas tragedias (no una cualquiera, sino una de esas que tanto me gustan y devoro con avidez) que Julio Manrique dirige de una manera magnífica en la Biblioteca de Catalunya. Un texto especial al que Oriol Broggi (director de La Perla 29) no se ha podido negar.
Dentro de The Leenane Trilogy está A Skull in Connemara (La calavera de Connemara), que ya arrasó en La Villarroel de la mano de Iván Morales el año pasado. Las otras dos son The Lonesome West y esta The Beauty Queen of Leenane (La reina de la bellesa de Leenane). Una trilogía que nos transporta a la Irlanda más profunda; pueblos pequeños y apartados de la modernidad en donde no sucede nada. Una ausencia de actividad y de emoción que puede conducir a sus habitantes hasta las situaciones más grotescas e inesperadas.
McDonagh escribió este texto cuando solo tenía 26 años, su ‘opera prima’, y cuando uno ve la forma en la que trata a sus personajes y los recovecos interiores de la historia de principio a fin, no puede por menos que desear estar dentro de la mente de este autor prodigioso. Manrique ha traspasado, de alguna manera, esa mente. Con La reina de la bellesa de Leenane ha conseguido caminar por esos recovecos y presentar de forma soberbia la profundidad de Maureen, Meg, Pato y Ray y sus historias ante el público que se sienta cada noche a conocerlos.
Por supuesto, la elección del mejor elenco es imprescindible para conseguirlo. Marta Marco es la protagonista de esta historia, esa reina de la belleza; es una Maureen amargada, desesperanzada, que odia a la madre de la que tiene que cuidar y a quien culpa de la vida que le ha tocado llevar, que está hastiada de sí misma por no haber sido capaz de vivir otra vida cuando era más joven y de la cual ahora es demasiado mayor para cambiar. Marta Marco es Maureen y Maureen es Marta Marco. Y Marissa Josa es su madre Mag. Maureen no es más ni menos que el reflejo de Mag. Y la convivencia de ambas no hace más que destruir a cada una de ellas y conseguir que se destruyan mutuamente. La entrega con que ambas mujeres encarnan sus personajes es fascinante. El desespero de Maureen y el odio que ha generado contra su madre y el regocijo interior de Mag de quien se sabe con la sartén por el mango se despliegan una y otra vez durante toda la función y el espectador lo ve, lo huele, lo palpa en el ambiente. Y luego están las miradas. Esas miradas entre ellas perfectamente orquestadas pero con un resultado natural que hace que sobrevuele en el ambiente el tormento que acarrean las dos. Manrique las ha guiado y ellas han ejecutado de forma excelente.
Luego están los hermanos Dooley, Pato y Ray, que son la otra parte de la ecuación; las incógnitas que desestabilizan el resultado. La elección de Ernest Villegas y de Enric Auquer no podía haber sido más acertada. Ambos personifican las vidas del que se queda en el pueblo y del que se va buscando un mundo mejor. Pato vuelve de paso, sin intención de quedarse, pero en su breve estancia remueve cosas del pasado y también del presente de Maureen. Su interpretación es pulcra, metódica pero sin ninguna artificialidad. Nos lo creemos borracho, nos lo creemos con su punto de inocencia y de bondad, nos lo creemos cautivador. Pato se convierte en entrañable desde el primer minuto y es gracias a que Villegas lo borda. A Auquer, por su parte, le ha tocado un personaje fascinante. Uno de esos que McDonagh es aficionado a incluir en sus historias (por ejemplo, los inolvidables ‘Mairtins’ en La calavera interpretados por Oriol Pla y, posteriormente, por Ferran Vilajosana). Ray Dooley es el hermano pequeño de Pato, un chaval con carácter pero de pueblo, que respeta a los mayores pero que solo piensa en divertirse y pasarlo bien. Yo, no he podido aguantarme las carcajadas en su presencia. Es un torbellino en escena y la clarividencia para encontrarse con su personaje y caminar juntos toda la función es pasmosa. Su facultad para arrojar el texto a tan elevada velocidad (muy irlandés) sin atrabancarse y sin mancharlo es uno de los matices más sobresalientes de este trabajo de Auquer.
La escenografía y el vestuario han ayudado muchísimo a conseguir que nos sumerjamos en ese mundo McDonagh. Sebastià Brosa ha trabajado para que quien haya estado en la zona de Galway no se sienta fuera de lugar, y quien no haya estado, pueda conocerla de cerca. A la casa de las Folan no le falta detalle. Vieja y recargada, sin nada que la haga atractiva para las que la habitan, es todo lo contrario para el espectador. Bajo el espectacular techo de piedra de la Biblioteca residen estas dos mujeres en una casa que se convierte en uno de los alicientes para el público de La reina. Con la estufa de hierro, el fregadero, la radio de la época, las puertas y cortinas de madera, y el suelo; ese suelo de arena de la Biblioteca sobre el que esperamos ver llover. No tenemos las montañas ni los acantilados, pero no es difícil imaginarlos allí. Y María Armengol lo acaba de complementar con el vestuario que es justa y precisamente como nos imaginamos a esas Folan y a esos Dooley de Leenane. Un trabajo maravilloso el que han hecho ellos dos junto a Damien Bazin a los mandos del sonido y las luces de Jaume Ventura, para conseguir desde el corazón del Raval de Barcelona traernos un trocito de Irlanda hasta aquí.
Manrique y el resto de equipo artístico y técnico han logrado un magistral resultado y La reina de la bellesa de Leenane se convierte, para mí, en una de las obras maestras de esta temporada. Es una historia triste, pero es de esas cosas tristes que uno está deseando ver (y en mi caso, repetir). De las cosas bonitas que a uno le apetece sentarse, en una de las sillas de la Biblioteca, a contemplar.
Crítica realizada por Diana Limones