La Sala Beckett consigue unos de los éxitos más rotundos de la temporada con El chico de la última fila. Dentro del ciclo Res no és mentida convergen un título capital del Premio Nacional de Literatura (Dramática) Juan Mayorga, una inspirada y respetuosa dirección de Andrés Lima y un reparto cómplice y con momentos soberbios que nos cautiva y nos mantiene en vilo de principio a fin.
Alumno y profesor. Sin duda, la elección de Guillem Barbosa (maravillosamente inquietante) y Sergi López para interpretar a la pareja protagonista resulta todo un acierto. Tras la inicial sorpresa ante la disparidad de aproximaciones y técnicas interpretativas, ambos se muestran tan pronto seductores como seducidos y provocan en el público un efecto semejante. Su trabajo conjunto presenta un resultado extremadamente divertido y morboso en este relato de una «folie à deux» dentro de los peligrosos mundos de la enseñanza y el proceso creativo. Los dos captan el trasfondo trágico, tanto profesional como personal. En este contexto, destaca la actitud de Míriam Iscla que juega muy pacientemente las cartas de un personaje que irá adquiriendo peso, protagonismo y relevancia. Así su interpretación.
David Bagés y Arnau Comas consiguen mostrarse e interactuar siempre con buen pulso bajo la doble condición de personaje imaginado y presente en escena. En este contexto, Anna Ycobalzeta deslumbra con un trabajo digno de premio (y de estudio). Su sensibilidad para transmitir las verdaderas necesidades de un personaje evocado no parece conocer frontera. Tanto es así que su presencia copará nuestra atención y juntos realizaremos un viaje apasionante del que no nos perderemos ni un gesto, movimiento o expresión. Su elocución es hipnótica y su talento para transmitir el universo interior de alguien que se muestra a través de los ojos de otro, apabullante.
Lima ha logrado llevar a su terreno el texto de su compañero y presenta una puesta en escena que promueve la mirada en panorámico gracias a la distribución de la platea, pero también del movimiento escénico de los intérpretes. Ellos serán los manipuladores de objetos y también establecerán una ralentización o no de sus desplazamientos. El constante dinamismo de los mismos resulta prácticamente una coreografía, así como su persistente presencia, (con)fundida con las telas y cortinas de la escenografía de Beatriz San Juan, que delimita y al mismo tiempo difumina las fronteras entre lo real y lo narrado. La excelente iluminación de Marc Salicrú se alinea con el diseño del movimiento de la tramoya de su compañera y consigue impactarnos al mismo tiempo que nos zambulle en todos los recovecos entre la realidad y la ficción y en la psicología de los distintos personajes. Junto al diseño de sonido de Jaume Manresa y el vestuario de Míriam Compte, el envoltorio de esta función adquiere tanto protagonismo (bien entendido) como el resto de elementos dramáticos y desarrolla un lenguaje intrínseco a la propuesta muy bien expresado y plasmado.
Hay desde el principio, aunque su presencia y potencia aumentará progresivamente, una historia paralela exquisitamente elaborada que se esconde tras esta inteligente espiral de un perverso thriller psicológico (que en ocasiones invoca el estallido de la comicidad más nerviosa). La fascinación y obsesión intelectual, prácticamente erótica, entre maestro y pupilo. La verdadera concupiscencia será el encuentro de la mirada incipiente del segundo y la cansada y descreída del primero. El juego y el riesgo, los escollos de confundir o difuminar las fronteras entre realidad y literatura. Una febril obstinación por conseguir la ficción perfecta que tenga la fuerza y la forma de la vida en sí misma. Por lo menos de la que nos hubiese gustado protagonizar. Preceptos que en la imaginación, aunque crueles, son válidos y que probablemente utilicemos para desviar la atención del desasosiego que nos produce nuestro propio fracaso.
El juego dramático que se establece con el espectador es excepcional y prácticamente imperceptible. Pocos detalles se nos darán de los personajes «somáticos» y de sus motivaciones. Apenas unas pinceladas. Las suficientes para activar una suerte de dispositivo interno e inaudible pero que escucharemos y al que nos aferraremos como si fuera un zumbido leve pero permanente. Como insectos que se precipitan hacia la luz (véase el planteamiento y desarrollo de esta apasionante ficción, de este thriller). Estos mismos personajes serán los encargados de colorear las características del resto, volcando de algún modo (que no desvelaremos) sus propias inquietudes, carencias y necesidades. Un trabajo de autoría majestuoso, tanto de estilo como de alcance.
Finalmente, celebramos de nuevo la unión del texto de Mayorga y la visión de Lima. El espectador se ve agasajado con imágenes y elucubraciones tan sorprendentes como desquiciadas. A modo de ejemplo, nos quedamos con esa conversación en la que los protagonistas (maestro y discípulo) se preguntan por la relación entre algunos personajes ausentes, de los que saben que hablan aunque no puedan escuchar su discurso. ¿Cuál es su relación? ¿Cuál es su historia? Esa competencia, entre la admiración y la rivalidad, de los dos relatores y su transformación en narrativas impuestas a las personas «reales» se hermana con nuestra condición de observadores y oyentes y retrata el modo en que organizamos el mundo que nos rodea. Más allá de lo interesante de semejante ejercicio, la idea y su trasfondo son tan inquietantes como patológicos. Y, el final… Extraordinario.
Crítica realizada por Fernando Solla