La Sala Atrium ofrece una nueva terapia de choque en forma de obra teatral con ASAP (Actes de solidaritat amb el patriarcat). Marc Rosich firma la dramaturgia y la dirección de una propuesta hilvanada a partir de distintas piezas y textos breves escritos por el autor durante los últimos años y que supone un vigoroso hachazo hacia las actitudes más flagrantes del patriarcado.
Este retrato se ofrece a modo de retablo en el que la distorsión y la caricatura seccionan con punzante ironía tanto la violencia verbal (totalmente desacomplejada) de ellos como lo indómito e indomesticable que hay tras la ¿fingida? y estoica actitud de ellas. Rosich ha realizado una labor exquisita y transversal, superando en contundencia discursiva implícita a cualquiera de los autores y cómplices europeos, estadounidenses y del más allá con el que lo queramos comparar (si es que eso es necesario). Lo que consigue aquí es superar y subvertir esa especie de peaje que supone la aceptación o el conformismo ante lo podrido, virulento y ponzoñoso de nuestra escala de valores sexista y clasista. Aceptarlo no es transgresor. Ya no. Caricaturizarlo a través de un humor negrísimo que lo manifiesta y nos los estampa en la cara, sí. Transgresor y valiente. Neutralizar al enemigo en un momento en el que parece que la inmediatez y falta de compromiso y responsabilidad son objetivos a conseguir es necesario. Y que, por lo menos mientras dura la representación, nos tomemos el tiempo oportuno para asimilarlo y abandonar la rapidez en la que vivimos sumidos para reflexionarla y combatirla, una oportunidad de oro.
Un retrato incómodo, por supuesto. De nuestro sistema de valores, creencias y propósitos. Superar la muestra del desencanto para escenificar y connotar que eso no nos exime de responsabilidad hacia nosotros mismos y nuestros semejantes. La desidia no es excusa. Tribulaciones y actitudes que se nos ofrecen amorfas y confusas, como el efecto que provocan. Nunca de un modo simplista y siempre consiguiendo que las implicaciones salgan a la superficie y saturen el ambiente hasta hacerlo irrespirable. El autor y director se convierte en una suerte de sociólogo socarrón, inteligente y perturbador y demuestra un gran talento para el diálogo satírico, también en el terreno sexual. A través de una persistente obscenidad consigue defender un fuerte sentido de lo verdaderamente moral y un doloroso discernimiento de la pérdida de cualquier atisbo de sensibilidad y empatía.
Esto se traslada también a las interpretaciones, que transmiten un magnetismo irresistible. A partir de una aparente contención se logra crear en el espectador una anticipación constante, creciente y exasperante que nos sitúa en un terreno totalmente adscrito al lenguaje interno de la pieza. Algo imprescindible para que superemos nuestra condición contemplativa (también aparente) de voyeurs y la implicación empiece a medirse a través de nuestro propio e incómodo reflejo. Cada uno a su manera transmite toda la conciencia sexual de los personajes y al mismo tiempo insinúa sus secretos internos tras la seguridad (im)permeable de sus rostros, especialmente cuando escuchan a su compañero/contrincante. Todos consiguen una naturalización de unas conversaciones cuya forma está estilizada al máximo. Elegancia que encubre la sordidez imperante, también disimulada por contraste con el elegante y estiloso vestuario de Joana Martí. Tanto por el diseño de las piezas como por la paleta de colores elegida, el impacto es todavía mayor. El trabajo físico es también muy destacable. No solo el movimiento escénico sino el constante juego de miradas, gestos y reacciones. Intercambios entre víctima y verdugo, agresor y damnificado. Hay un trabajo muy rico de cada matiz por parte de todos los implicados. Gestos que se repiten y que cuando él los recibe lo hace sin pestañear. Ella, con endereza pero cerrando los ojos ante el golpe inminente. Menudo tándem el de Alba Pujol y Joan Sureda, que consiguen reproducir esta violencia insoportable y que no deja marca física. Magnífica ejecución.
Los cuatro intérpretes se enfrentan a las escenas casi siempre por parejas y del intercambio entre ellos se genera un gran valor añadido. Pujol es una espectacular dinamizadora de todos los fragmentos en los que interviene. El tono, ritmo y cadencia vocal así como su expresividad impertérrita y a la vez transmisora de todo el trasfondo de la propuesta es, posiblemente, uno de los hallazgos de la temporada. Sureda se convierte en un contrario/camarada de excepción y sobresale al mostrar las reacciones contrariadas de sus personajes a través una expresividad facial que afirma o niega lo que dicen sus palabras y viceversa con una presencia escénica muy potente. Su escena conjunta con Xavier Pàmies aporta una variante muy interesante sobre cómo el mundo homosexual también es víctima (en ocasiones voluntaria y complaciente) del hetero-patriarcado. Precisamente Pàmies destaca especialmente cuando muestra el ansia, intranquilidad y angustia de sus personajes, independientemente del rol más o menos poderoso de cada momento. Por último, Carla Ricart se arma de una ironía que disfraza de fragilidad y alcanza momentos realmente potentes y totalmente alineados con el impacto que busca la función.
El espacio escénico de Roger Orra es clave para que las premisas de la pieza se conviertan en una realidad. Esta sordidez tan reconocible y morbosa, esa que llega incluso a lo truculento y enfermizo, está muy bien conseguida y completamente alineada con lo insano y patológico de nuestras fantasías y nuestro intento más o menos infructuoso de llevarlas a cabo. Esto es muy importante para conseguir nuestra sugestión. No se trata de describir o localizar de modo explícito los lugares donde podríamos situar los distintos encuentros entre los protagonistas y sí de conseguir plasmar de algún modo esa condición abstracta y figurativa. El peso recae en la palabra y el espacio debe favorecer el combate. Bancos y una gran placa herrumbrosa que bien podrían evocar los vestuarios de un gimnasio o los urinarios masculinos de algún local. La idiosincrasia del espacio se utiliza con acierto para favorecer esa sensación de estar observando algo privado con curiosidad y alevosía, ya que los intérpretes seguirán presentes y visibles, contemplando a sus compañeros mientras protagonizan el siguiente enfrentamiento. Como nosotros. De este modo, parece que todos estamos confabulados y participamos en este asedio, acoso y acorralamiento que, finalmente lo es, pero hacia todos los patrones de comportamiento que reciben con este retrato un potente empujón que los combate y los acerca un poco más a su erradicación.
Un gesto fulminante, el único posible y solidario al que hace referencia el título, al que se unen el diseño de iluminación de Mattia Russo y el espacio sonoro de Joan Pàmies . Juntos consiguen que la presencia de un secador de manos en escena como objeto preeminente se convierta en símbolo de lo asfixiante de cada situación. Su utilización se convierte en un excelente motor narrativo, ya que no solo delimita las escenas sino que parece ser el único instrumento del que dispondrán los protagonistas cuando necesitar cortar con el encuentro, pedir tiempo muerto o marcar el final del encuentro. Incluso tendremos la sensación de escuchar el sonido del segundero del reloj cuando uno de los contrincantes se marca un tanto. Un único y palpitante chasquido. Si está en nuestra cabeza o es algo buscado nunca lo sabremos. Estos aspectos afianzan con más fuerza si cabe la potencia implícita del discurso. Aquí lo que conseguimos percibir es, precisamente, en qué punto una conducta o una práctica o fantasía sexual pasa a ser un ataque y en que momento el hedonismo deja de ser legítimo para convertirse en una muestra explícita de violencia. El disfraz de lo políticamente correcto ya nunca más podrá ser coartada, alibí o disculpa y el verdadero tónico será la exposición como denuncia.
Finalmente, ASAP (Actes de solidaritat amb el patriarcat) es mucho más que un hostión contundente. Rosich juega a la perfección (y a la perversión) con cuatro intérpretes que saben conferir a sus personajes una convincente capacidad de sufrimiento, insaciable e implícita. A partir de la caricatura de expresión sutil pero con vocación flagrante de escarnio, y antes como orientación que como amonestación, comprobaremos cómo la inmediatez y la falta de compromiso en las relaciones afectivas no nos hacen más libres sino que persisten en remover el dolor y la ansiedad de las relaciones más íntimas. Una potente y eficaz defensa contra la falocracia imperante.
Crítica realizada por Fernando Solla