El pasado fin de semana, Vida de Adil cerró el Festival Essencia 2018 de la Sala Cuarta Pared de Madrid. El proyecto escénico, impulsado por Angelina Mrakić y David Hernández, explora y revive el viaje de un hombre de raíces armenias nacido en Bagdad y las circunstancias que le obligan a emigrar.
Me siento en el suelo alrededor de la sala, como el resto de asistentes. Miro a mi alrededor. En el techo, pequeñas luces azuladas; como se desvelará más tarde: las estrellas del desierto. A ras de suelo, cuatro focos forman dos diagonales cegadoras. En el centro del espacio escénico, un televisor viejo, un par de maniquíes y alguna que otra pila de cables. Al fondo, se vislumbran las siluetas de Jordi Gimeno y Antonio de la Fuente, los dos únicos intérpretes.
Esta obra de teatro documental, experimental y circular, comienza y termina con música de ópera y busca relatar el presente y pasado del protagonista y sus antepasados. Gimeno y De la Fuente son narradores, el abuelo de Adil, un Adil joven y un Adil maduro. Los dos actores se sitúan en el mismo plano. Desde la cocina, un Adil maduro narra, revive y se une por momentos a la ruta migratoria y espiritual de un joven Adil, que repite los pasos de su abuelo.
El escenario se convierte en territorio hostil: es la península de Anatolia y una prisión kurda en el desierto. La música y efectos de sonido de Isaac del Pozo recrea el genocidio de los armenios que vivió su abuelo y los posteriores conflictos por el petróleo en Irak mientras el joven Adil se mezcla entre los espectadores y se dirige a ellos buscando su empatía y comprensión, transmitiéndoles su incredulidad y nerviosismo ante situaciones que superan la ficción. Presente y pasado se dan la mano, como también lo harán el Adil joven y el maduro. A partir de este momento, el relato se interrumpe y los dos intérpretes serán meros narradores y reproductores de las palabras del Adil “verdadero”, que aparecerá en el escenario al final del espectáculo junto con el resto del equipo artístico.
El cuerpo es uno de los principales protagonistas de este proyecto; cada uno de los movimientos de los intérpretes esconde un mensaje, un sentimiento, el dolor de caminar. Avanzar duele y es la única manera de sobrevivir. En este sentido, destaca la escena en que un Adil joven se sitúa frente a una proyección para celebrar el supuesto fin de un saqueo en Bagdad; el protagonista baila al son de la música y los visuales, tranquilo y alegre, hasta que un cuadrado rojo se impone en la proyección, anticipando el sufrimiento de un largo camino.
En un mundo de fronteras reforzadas, Vida de Adil es una historia muy actual de migración y de huida, de un pueblo rechazado y perseguido, de aquellos que nacen con un destino negro. Más allá de una protesta contra el racismo, se trata de una obra que habla a nuestra humanidad a flor de piel, cuando no podemos tener sangre fría. El espectáculo remueve las entrañas del espectador, que se siente impotente ante las súplicas del protagonista, atacado y expulsado de su ciudad. No importa que no entendamos su idioma. Sabemos lo que nos dicen sus ojos, lo sentimos, empatizamos.
Si bien es cierto que es complicado seguir el hilo de la narración a veces y que el final, aun emotivo, podría resultar un tanto aplastante o excesivamente contundente, la labor interpretativa y escénica es magnífica, especialmente el trabajo con la coreografía, los elementos plásticos y visuales de David González-Carpio Alcaraz y la iluminación de Mariano Polo. La obra cumple su cometido con creces, creando una atmósfera comprometida y de solidaridad. Merece la pena sostener la incomodidad, aguantar miradas y preguntas de difícil respuesta durante al menos sesenta minutos, jugar con las perspectivas, escuchar al Otro y tenerle en mente.
Crítica realizada por Susana Inés Pérez