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10.12.2018 Críticas  
El tiempo como el espacio que hay entre un recuerdo y otro

El Teatre Nacional de Catalunya estrena el nuevo texto de Marc Artigau y, una vez más, comprobamos que no hay género o estilo que se le resista. Alba (o el jardí de les delícies) se instala en la Sala Petita tras su paso por el Temporada Alta y nos sitúa de pleno en un terreno que extiende y ahonda en la normalización de la relación hombre-máquina sin obviar sus interrogantes.

Artigau ha planteado la obra a partir de tres personajes en escena. Su mayor logro es, sin duda, incluir todas las incertidumbres de la situación sin caer en la expresión explícita de pros y contras. Esto no es lo importante aquí. Sino inmiscuirnos en medio de la cotidianidad de una mujer que quiere reencontrarse y convivir consigo misma. Recuperando lo mejor de ella y exponenciarlo durante su vida adulta. En paralelo, pero completamente integrado en el desarrollo narrativo, se nos explicará la obra en tres partes que coinciden con las tres etapas en las que podemos circunscribir las tablas de la inabastable e irreducible obra pictórica El jardín de las delicias de El Bosco. Creación, Jardín e Infierno. Ni por asomo un capricho gratuito. En ambos casos se refuerza la descripción del mundo. A partir de la explicación de los misterios de la creación se aplicarán estos preceptos aproximativos también a la creación e interacción de y con la vida artificial. La atribución de sentimientos como la empatía y la posibilidad de despertarlas y programarlas en máquinas proporciona una visión muy enriquecedora y persuasiva sobre la cualidad de la humanización. Sin duda, un reto conseguido.

La dirección de Raimon Molins sirve a los requerimientos del texto como un guante. Consigue dotar a la pieza del ritmo idóneo para que superemos el extrañamiento o los prejuicios con los que nos podamos aproximar a la temática y nos centremos en la historia que se está explicando. Hay algo muy complicado de plasmar y que aquí se logra en todo momento. Y es esta simultaneidad entre el tiempo presente de la acción y el recordado y al mismo tiempo revivido mediante inteligencia artificial. Todo se realizará a través de las conversaciones entre los tres protagonistas. El director consigue evidenciar e insinuar todas las implicaciones de un modo completamente orgánico y siempre teniendo en cuenta la aportación dramática, tanto en la forma como en el contenido.

La escenografía de Emilio Valenzuela juega con texturas frías y traslúcidas consiguiendo naturalizar la convivencia de lo virtual con lo tangible. ¿Pero qué es lo tangible? Aquí no desvelaremos sorpresas pero sí que destacamos que, de algún modo, se asimila a través de las posibilidades escénicas la sobrexposición de capas visuales de la realidad virtual, logrando verosimilitud y que el calado que necesita el desarrollo de la pieza nos sumerja y embargue al mismo tiempo que a los personajes. El constante movimiento de las dos plataformas principales puede parecer repetitivo pero no. Junto a la precisa y detallista iluminación de David Bofarull y un igualmente esmerado y concienzudo diseño audiovisual de Joan Rodon, recrea un entorno de feliz convivencia en el que las escenas y los protagonistas corpóreos y los evocados consigue una fisicidad y apariencia real. La sensación de estar inmersos en ese universo presumiblemente generado mediante tecnología informática logra incluso superarse para convertirlo en característica indisociable de la vida diaria. Rodon, además y de manera sutil y prácticamente imperceptible, parece hisopear con imágenes la construcción del particular cosmos diseñado a medida del personaje de Alba, vinculando también sus preferencias con su labor como historiadora del arte. Hay mucha sensibilidad y adecuación hacia el trabajo conjunto de Artigau y Molins en esta puesta en escena.

Mención para el vestuario de Glòria Viguer. No se trataba solo de confeccionar piezas y pelucas que ayuden a la caracterización de los personajes, obra de Núria Llunell, sino de trazar el recorrido de la aprehensión y asimilación de la personalidad de Alba por parte de J. Esto es algo que se ha trabajado conjuntamente con el asesoramiento en el movimiento de Claudia Manini y que sin duda distingue a la obra y que se circunscribe también en el debate sobre la humanización de personas y máquinas. Expresividad y colorido (y asepticismo cuando corresponde) que también recogen el paralelismo con la obra pictórica. Detalles imprescindibles para el desarrollo narrativo y de los personajes.

«El tiempo no es más que el espacio que hay entre un recuerdo y otro», dirá Alba en un momento de la función. Y es que Artigau consigue que la obra se transforme precisamente en «ese» tiempo. A él volverán los personajes, lo rememorarán y lo seleccionarán. Los tres intérpretes deberán situarse desde buen inicio en el momento anímico presente de cada uno de ellos. Especialmente Montse Guallar, que se enfrenta a su rol desde la convicción firme y persistente de unas necesidades que parecen por fin verse colmadas en J. Un trabajo muy matizado, ya que deberá asumir lo que no se nos ha enseñado de su recorrido vital hasta el momento en que la conocemos. No se desarrollará su biografía de manera cronológica y, sin embargo, no estamos ante una pieza elíptica, sino que se construye a partir del calendario de los acontecimientos y encuentros y desencuentros del presente. Así su meritoria interpretación. En esta línea se mantiene Lluís Marco, con un personaje que reclama de nuevo el protagonismo presente y futuro que una vez obtuvo. El conflicto interno de su encuentro con J. y con Alba nos lo muestra desde la sobriedad a la emoción contenida, hasta llegar al estallido final compartido con Guallar. Muy buenos momentos de ambos, tanto individuales como en conjunto.

Clàudia Riera nos sorprende y cautiva con una excelente asertividad mecánica en los movimientos que irá mudando progresivamente hasta conseguir programar en el público esa empatía que se le describe en sus circuitos internos. Excelente trabajo físico y verbal que refleja el peso real de los sentimientos de todos los personajes. Cada uno podrá juzgar según su criterio y mostrar mayor o menos conformidad con el planteamiento de la pieza, pero de lo que no hay duda es que a través de la simulación aparente, la actriz consigue una muy emotiva personificación de la máquina y viceversa. Hasta el punto de que nos planteemos si hay muchas diferencias entre su programación y la humana. De nuevo, la asimilación de los movimientos que Riera hace de los de Guallar nos muestra un trabajo conjunto de ambas tan sutil como fructífero.

Finalmente, esta pieza supone también un paso adelante para Atrium Produccions, visibilizando su trabajo constante y persistente en la búsqueda de las posibilidades inexploradas que todavía puede ofrecernos el lenguaje escénico. En este caso, la necesidad de dominar nuestras emociones será la última y más controvertida frontera para la evolución de esta tan interesante relación. De nuevo, los miedos y las dudas hacia lo desconocido. Algo que, aquí, seremos nosotros mismos. Rasgos que nos definen como humanos y, a la vez, nos limitan para serlo y disfrutar(nos) en su (nuestra) totalidad.

Crítica realizada por Fernando Solla

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