En el menú del Festival de Otoño, dos platos eran los más esperados: uno, el Medea de Simon Stone; y el otro, la última creación de Sergio Blanco, El bramido de Düsseldorf. El montaje más redondo del uruguayo estrenado hasta la fecha en la capital está aquí, en el Teatro de la Abadía. Y espero sea un aperitivo para que el resto de su obra encuentre cabida en nuestras salas.
No puedo contar con más referentes que Tebas Land y esta para hablar de las autoficciones de Sergio Blanco, y en esto, una vez más, nuestros amigos de Barcelona nos llevan ventaja: 3-2, Barcelona wins. Y opino que en este caso, es clave que el estreno que nos hace desempatar, haya sido recientemente programado por los catalanes: La Ira de Narciso, pues, por la infinidad de menciones que hace Blanco en este Bramido de ella, parece una de las llaves que abre la puerta a esa habitación 228 en la que gozar de la experiencia completa.
El bramido de Düsseldorf habla sobre los los días previos a la muerte del padre de Sergio Blanco, y las curiosas circunstancias que rodean ese viaje, abarcando desde los motivos de la visita a la ciudad alemana (porno gay, circuncisión o retrospectiva de un asesino en serie, eso os toca descubrirlo a vosotros), hasta la galeria de personajes que entran y salen de esta ¿ficción?
Una magnífica y lechosa escenografía de Laura Leifert y Sebastián Marrero, recibe al público, con los actores en escena, y los acordes del «Are You With Me» de Lost Frequencies en bucle. Gustavo Saffores al bajo, haciendo air guitar; Walter Rey dándolo todo danzando por el escenario, y Soledad Frugone paseando al ritmo de la música, mientras titulares de prensa van desfilando por las tres paredes de la escena.
Si al comienzo de Tebas Land, Blanco parecía decirnos que nos veía, con esas cámaras de circuito cerrado, en El bramido de Düsseldorf nos quiere escuchar (corear el estribillo de «Losing My Religion» de R.E.M. junto con Frugone, se mete en el bolsillo a la audiencia); es curioso que todo parece formar parte de esa otra autoficción de la mexicana Thalía, donde estamos ahí (Tebas Land), nos escucha (El bramido de Düsseldorf) y nos siente (La Ira de Narciso, por lo que el compañero Fernando Solla me ha contado, que sentir, se sienten cosas con ese montaje).
Ficción, realidad, biografía, autobiografía, y esa curiosidad morbosa que todos tenemos en saber qué tiene de cierto algo que se nos cuenta o que hemos leido. Estando en los golden years de las «fake news», todo este aluvión de información, real o falsa, implica a que el lector/oyente/espectador, se involucre en el proceso de captación de la información, y se convierta en un detective de la verdad, no ya echando mano de la Encarta, sino de la Wikipedia, como hace el propio Sergio Blanco. Si para nuestras abuelas, todo lo que salía en la televisión, era cierto, ante El bramido de Düsseldorf, yo quiero pensar que todo lo que Sergio Blanco ficticio (Gustavo Saffores) me está contando sobre la muerte de El Padre (Walter Rey), ante la atenta supervisión de la doctora (Soledad Frugone) es cierto. No quiero contrastar la información, en este caso no me interesa. Soy así de mal «periodista».
La dirección de Sergio Blanco aquí es magnífica, consiguiendo una versión de sí mismo en la interpretación de Gustavo Saffores, bárbara. Walter Rey está entrañable, divertido, y un todoterreno, pues Blanco le hace tocar todos los registros. Soledad Frugone está exquisita sea cual sea su personaje, pero el cénit lo alcanza con Lenka: cómo un simple recogido y un cambio radical en la expresión, parece que una segunda actriz ha entrado en escena.
Todo funciona en El bramido de Düsseldorf: interpretación, texto, selección musical, y el videoarte de Miguel Grompone. Sin gustarme las trampas, ni en la vida real ni en la escena, por Sergio Blanco me dejo engañar y compro todo lo que me cuente, sin querer entrar, como comenté anteriormente, en comprobar si se vió comprometido el estreno de esta obra en Alemania, si la productora porno estuvo involucrada en tráfico de órganos, o si el bello naturalismo de Bambi es una contrapartida cruel al hórrido naturalismo del comienzo de la Segunda Guerra Mundial.
Crítica realizada por Ismael Lomana