Una visita de excepción nos espera en La Villarroel, que no podía empezar mejor su temporada off que con El declive. El amigo Nelson Valente se rodea de un electo fantástico para obsequiarnos con una pieza tan frágil y delicada como contundente. El calado, aunque progresivo y casi imperceptible, termina por ser devastador.
Poco a poco y apenas sin que nos demos cuenta. Así sucede todo aquí. A partir de una situación más o menos convencional como puede ser una reunión de domingo entre dos matrimonios, los cimientos de lo que parecía una vida más o menos cómoda y resignada se derrumbarán. No procede explicar los detalles explícitos del devenir de este encuentro, pero sí certificar el buen pulso narrativo de un autor que logra coger un tema y desarrollarlo dramáticamente en toda su amplitud. ¿Cómo lo más profundo de cada ser puede salir a la luz en un instante? Valente trabaja muy bien a partir de la exposición pero también de la confrontación o contraposición entre semejantes. Entre cada uno de los miembros de ambos matrimonios pero también en función del rol que desempeñen en cada uno de ellos. La esposa, el marido, el asalariado, el profesional… Siempre como objetos o destinatarios de esta angustia vital. Espejos de semejanza a la vez que opuestos o antagonistas para conseguir la utopía de la felicidad. Su momento vital no será el mismo ya que incluso el desencanto se vive de manera individual pero la colisión será más que compartida.
Conflictos e interrogantes universales que aquí lo serán todavía más si cabe por la capacidad para impactar en el público. Es peligroso acercarse a una función como El declive y pretender salir indemne. Cuestionarse qué valor damos a nuestra libertad individual en un contexto en el que el desgaste de las relaciones es tan acentuado remueve hasta al más impasible. No es cuestión de edad (aunque la cercanía a la de los personajes debe de ser algo cercano a un ejercicio de resistencia) sino de asimilar el propio fracaso y ahí todos nos solemos encontrar muy a menudo. El autor no se conforma con desgranar «únicamente» esa faceta y también entra en cómo los imperativos sociales interfieren en este estado de ánimo. En la puesta en escena se cuida tanto lo que sucede dentro como lo que acontece fuera de la misma y esto supone además un gran acierto de dirección. Una toma de distancia de lo que se ha escrito para tras el posterior trabajo con los intérpretes apropiarse de nuevo de la visión particular de cada uno de los implicados en el proyecto. Como ejercicio dramatúrgico eso es muy sano y beneficioso para el resultado final.
Es inevitable pensar en El loco y la camisa, concretamente en aquella escena inicial en la que un hombre leía los anuncios clasificados en el periódico mientras su esposa intentaba entablar una conversación. Aquí se va un paso más allá todavía y (por lo menos al inicio) las conversaciones matrimoniales serán colindantes a las demás y en estancias opuestas mientras interrumpen las que mantienen dos personajes, ya sea en la cocina o en la sala de estar. El paso y peso de los años. Preguntas que nos duelen pero aquí igualmente y por fin se formularán. Con los mínimos recursos escenográficos se lo logra lo máximo y es que captemos cada detalle del mobiliario y, lo más importante, cada interacción que con él hacen los intérpretes. Un recurso que se usará magistral y sutilmente a modo de anticipación de lo que está a punto de acontecer. Ese reclinamiento de silla en un momento dado es muy pero que muy definitivo.
Esto no sería posible sin cuatro intérpretes maravillosos que se entregan de un modo al que no estamos acostumbrados a ver por aquí y con el que, curiosamente, nos sentimos muy identificados. La naturalización tanto de situación como de personaje y la limpieza en la aproximación, el estar sumergido en situación desde el primer momento, el tono y el ritmo que se confiere a cada situación, la capacidad para hacer reír y a la vez mostrar la amargura sin exageración pero con una fuerza insólita, la tensión y distensión extremas que se deben conseguir en cuestión de segundos…
Nos quedamos absortos y nos perdemos en la mirada y expresividad de Lide Uranga y en la progresivo descenso y talud de Cristina Pachi Molloy. Lo mismo sucede con Carlos Rosas que consigue transmitirnos tal desasosiego que nos quedaremos tan inmovilizados con su personaje en el tramo final. A su vez, Enrique Amido logra algo muy complicado, y es que no nos quedemos nunca con la antipatía que nos pueda despertar la actitud de su personaje hasta conseguir mostrarnos todos sus motivos y porqués. Una profundización extrema de los cuatro que nos gustará seguir disfrutando en futuras ocasiones. Cuatro artistas que nos regalan la posibilidad de retorno y aprehensión, gracias a estos personajes que, en momentos de necesidad, evocaremos en nuestra memoria porque nos han atrapado y muy difícilmente nos soltarán. Aquí o allí, Banfield Teatro Ensamble nos ha vuelto a conquistar.
Finalmente, agradecemos la programación de este título no solo por todo lo explicado hasta ahora sino también por la posibilidad que se nos ofrece de reencontrarnos con un autor-director y unos intérpretes a los que queremos y respetamos y que siempre nos regalan grandes veladas teatrales. El declive la recordaremos como una obra capaz de activar todo tipo de palanca interna de nuestra condición humana para evidenciar la crudeza de las miserias y las frustraciones cotidianas e individuales. La sacudida no solo noquea sino que invita al cambio. Siempre que no sea demasiado tarde, claro. Imprescindible.
Crítica realizada por Fernando Solla