El Teatre Lliure convierte en realidad uno de los proyectos escénicos más esperados durante mucho tiempo. Por fin podemos disfrutar en Barcelona de las dos partes de la descomunal Àngels a Amèrica. David Selvas dirige una aproximación al original de Tony Kushner que, lejos de ser incuestionable, logra varios y sustanciosos méritos propios y momentos álgidos y relevantes.
Es complicado describir la mezcla de sentimientos encontrados con los que uno se aproxima a esta y a cualquier otra adaptación de la obra. Se trata, sin duda, de una pieza mitificada, rememorada, evocada y deseada a partes iguales. Cuesta acercarse con la mirada limpia ya que el rasero con el que medimos la calidad del espectáculo no es tanto lo que vemos sino lo que esperamos y preconcebimos. La idea que llevamos años y años (y décadas) formando en nuestra cabeza de cómo debería ser la puesta perfecta es colindante y adyacente a nuestra experiencia y nivel de implicación o posicionamiento tanto hacia la temática como hacia el estilo aproximativo. Quizá esto sea algo inevitable pero, de todos modos, hay que ser ecuánime. O, por lo menos, intentarlo.
La adaptación de Selvas y de Albert Arribas se salta a la brava varias de las notas de Kushner sobre la puesta en escena. S’acosta el mil·leni y Perestroika pueden considerarse dos partes de una sola obra pero, al mismo tiempo, contienen una estructura e idiosincrasia propias que las convierte en obras individuales. La primera sería la exposición y la segunda la explosión, liberación y expiación. Sobre el papel tres y cinco actos respectivamente con la recomendación de dos entreactos en cada función. Aunque la primera es una obra larga, la segunda todavía lo es más y, juntas, conforman un periplo profundo, intenso y épico. Aquí se ha optado por uniformar e igualar el esqueleto de ambas. Dos horas y diez minutos de duración para cada una y representación en un único bloque. De siete horas y media a algo más de cuatro.
¿Niega esta decisión que la calidad de la experiencia sea completa? No necesariamente. Para el que descubra la obra por primera vez, el impacto es grande. Para el que no, la travesía será algo más precipitada y ligera de lo que recordaba. Nunca insustancial ni, mucho menos, infructuosa. En cualquier caso, como ejercicio de adaptación es admirable por cómo capta la esencia del original y por la libre aproximación, así como por su indiscutible fluidez. Si era necesario o no ya es otro asunto más objetable. Kushner también requiere que los momentos fantásticos o alucinógenos se escenifiquen de un modo totalmente figurado e ilusorio y asombroso. Nos debería costar creer que lo que estamos viendo es real, por lo menos dentro del lenguaje y el discurso interno que establece la ficción a la que asistimos. Aquí encontramos una decisión bastante transversal de mostrar la teatralidad de todo el conjunto. Actores que entran y que salen, técnicos visibles, escenografía plagada de espejos de luces de camerino… Se insiste y persiste en evidenciar y mostrar el mecanismo.
A Gay Fantasia on National Themes. De este modo se completa el epígrafe del díptico. Esta decisión demostrativa termina por unificar lo que debería ser orgía expresiva y estética. La escenografía de Max Glaenzel cumple con la posibilidad de multiplicar las entradas y salidas, pero la frontera entre ficción y realidad está demasiado supeditada a la exhibición del engranaje y localiza en puntos muy concretos del decorado los momentos más asombrosos o insólitos. Lo mismo sucede con la inclusión del audiovisual, recurso que allana y homogeneiza todo el conjunto. No se trata de ver la imagen más grande o de descubrir todos los recovecos del espacio sino de favorecer la expansión ilimitada de la imaginación. Algo que trascienda vida, muerte, enfermedad, política, sexualidad, amistad, deseo, temor, pesadilla, ecología, religión… Por supuesto que el teatro es (o debe ser) reflejo de la sociedad pero este mantra (en este caso), así como la ruptura constante de la frontera entre escenario y platea, reduce o encorseta en exceso las posibilidades de una pieza que siempre va más allá. Àngels a Amèrica no es una obra sobre los límites de la experiencia teatral y esto, aquí, se ha convertido en tema cuando debería ser una herramienta o canal invisible.
La decisión (u obligación) que determina que el personaje de Belize sea interpretado por un actor blanco no parece la más adecuada. Tampoco (de nuevo el corsé dramático) la necesidad de convertirlo en un tema dentro de la pieza. Fuera de la obra, que no del teatro, por supuesto que sí. Sin echar de más a nadie, un reajuste en la asignación de los personajes hubiese permitido que todo se desarrollara con la «normalidad» que requiere el texto. Algo que al final es lo que se debería priorizar ya que el mensaje de la pieza es totalmente contundente en este sentido, así como en todos los demás. Del mismo modo como se han elegido actores externos a La Kompanyia Lliure para interpretar a algunos personajes clave en la obra, el caso de Belize debería haberse planteado de manera similar.
Sin embargo, encontramos puntos fuertes que distinguen esta propuesta incluso por encima de otras puestas en escena. El principal es el cuidado detalle en la escenificación de las relaciones secundarias o accidentales entre los personajes. Aquí hay que alabar el trabajo que el director ha realizado con los intérpretes, sin duda su mayor y mejor aportación. Roy Cohn y Belize. Joe y Louis. Prior y el Ángel. Prior y Harper. Prior y Hannah. Y Prior. Siempre Prior. Mención especial para cada uno de los miembros del reparto.
Vicky Peña realiza un trabajo mayúsculo en todas sus intervenciones. Tan pronto nos recibe como el rabino Isidor Chemelwitz como se transforma en el bolchevique vivo más viejo del mundo Aleksii Antedilluvianovich Prelapsarianov (increíble el vigor y fiereza que infiere a su discurso). La orgásmica negación de la visión de Hannah resulta memorable, así como su carcajada final, tan liberadora como la pieza de Kushner entera. A su vez, Pere Arquillué campa a sus anchas con un personaje con el que puede parecer difícil de empatizar pero del que terminará mostrando todas las dobleces, consiguiendo situarlo en el mismo abismo que el resto. Un cinismo muy bien llevado. Òscar Rabadan se desdobla en varios personajes aportando siempre relevancia al conjunto.
Clàudia Benito demuestra que no es necesario que un personaje pase la mayor parte del tiempo en escena cuando la intérprete es excelente, algo que prueba en todo momento su Ethel. Raquel Ferri es el mejor Ángel posible y su interpretación en suspensión es uno de los mayores hallazgos de la propuesta, logrando grandes y delirantes apariciones. Júlia Truyol gana el pulso a un personaje maravilloso y muy complicado de captar en su totalidad y se muestra siempre dispuesta a traspasar cualquier límite. Quim Àvila (que nadie se equivoque aquí) realiza un gran trabajo como Belize, expresando y defendiendo con firmeza y sensibilidad la carga reivindicativa de su personaje. Eduardo Lloveras alcanza la que probablemente sea su mejor interpretación hasta la fecha con un excepcional Joe Pitt. Especialmente al final es cuando realmente vemos todo el recorrido interior de su personaje y el actor consigue evidenciar y que todavía sintamos más la falta de compasión con la que el propio autor trata a este personaje. Su trabajo con Joan Solé y la relación que establecen durante todo el espectáculo es algo magnífico. La angustia vital que nos transmite Solé, así como las contradicciones internas y el sentimiento de culpa ante la ruleta rusa del contagio es excepcional. Por último, Joan Amargós es ya para siempre nuestro Prior. Espectacular compañero de viaje que nos hace vivir todo su periplo, tanto físico como intrínseco y alucinógeno. Doliente, punzante, profético. Siempre fantástico. ¡Bravo Kompanyia!
Precisamente en el último tramo es cuando todo alcanza un sentido mayor. Esto coincide cuando el recorrido de cada uno se nos muestra en su totalidad. Y, una vez más, las interpretaciones están a la altura de los personajes. Intérpretes que, además, incluyen el canto y la coreografía (gran aportación de Pere Faura) de un modo magnífico. La selección musical los ayuda aunque probablemente haya exceso de canciones en la banda sonora. Hasta ocho por parte, algunas como refuerzo de lo que sucede en escena y otras cuya función es algo más ornamental. Muy buen trabajo de Maria Armengol y Clara Peluffo en el vestuario y excelente caracterización de Ignasi Ruiz. A nivel técnico destacan el sonido de Damien Bazin y la estupenda iluminación de Mingo Albir.
Hablábamos antes de ecuanimidad y llegados a este punto todavía no estamos seguros de haberla conseguido. De lo que no tenemos duda es de la ferviente recomendación a la asistencia a esta doble función (a poder ser en formato maratón). Celebramos y confiamos en que Selvas ha realizado un gran ejercicio de honestidad profesional transmitiéndonos su visión de la pieza y un espléndido trabajo con la dirección de intérpretes. Es cierto que nos parece que Àngels a Amèrica no es una obra que cuestione los límites del teatro sino que directamente los traspasa sin escrúpulos de ningún tipo. Pero no lo es menos que tanto este montaje (y aquí sí, todas sus reflexiones) como la pieza original los recibimos como una transfusión de sangre en un momento de necesidad. Salimos del teatro y nos parece que despertamos a un mundo cuyas posibilidades son infinitas. Una explosión de los sentidos y la certeza de que el cambio es posible. Esto no sucede todos los días.
Finalmente (y a pesar de nuestros peros), el montaje al que asistimos termina por cautivarnos porque el universo de Kushner es tan apasionante, perturbado y fascinantemente desequilibrado que nos sobrepasa. También (y por enésima vez) por interpretaciones magníficas y casi siempre deudoras de esta emancipación expiativa y, porque sí, porque por fin podemos decir que tenemos nuestro Àngels a Amèrica . Y que, como sus personajes y gracias a todos los implicados, sentimos que formamos parte junto a ellos de ese grupo de «beautiful creatures, each and every one» que tan bien dibujó el autor. Una obra que no ha perdido vigencia y una doble jornada teatral no solo recomendable sino necesaria y sanadora.
Crítica realizada por Fernando Solla