La Sala Beckett acoge el nuevo texto de Sergi Pompermayer. Una co-producción con La Brutal que nos sitúa ante un espejo que refleja cómo nuestra conducta y manera de relacionarnos se rigen por un patrón común, el miedo. Blues muestra en escena una confrontación que rinde tributo a su título, connotando una melancolía y tristeza no exentas de sentido del humor.
Con esta obra el autor se estrena en la casa. Y lo hace con una pieza que se vincula con el ciclo Terrors de la ciutat: escenaris de conflicte i de por. ¿Hacia dónde va la sociedad? Pompermayer siempre invita a la reflexión. De algún modo, sus trabajos se convierten en un vehículo para desarrollar dramáticamente inquietudes y cuestiones sobre las necesidades del ser humano y el choque contra el entorno o la colectividad. Personajes expuestos a situaciones límite e intimidatorias. Autoimpuestas o externas pero siempre sancionadoras. En Blues, como decíamos, el miedo es el conector o muy posiblemente el detonante de todo. Una virtud que se mantiene de otros trabajos como Sacrifici o New Order pero que aquí ofrece un salto estilístico y narrativo muy interesante.
Hay otras acepciones de la palabra terrorismo. Extorsión, intimidación, amenaza, represalia, violencia… Y hay consecuencias como el pavor, el miedo o el sobrecogimiento. Contextualizar todo esto en el núcleo familiar resulta un gran acierto. También cómo los roles que podemos desempeñar en el entorno laboral no funcionan en el primer ámbito. El autor trabaja a partir de cuatro personajes, sus encuentros y desencuentros. Cuatro personajes con múltiples capas. Si nos centramos en sus vínculos o etiquetas más o menos consuetudinarias: la pareja, la hija y el abuelo. Pero no nos quedaremos ahí. El abuelo es también padre, escritor y ciudadano; la madre es hija y cabeza visible de un organismo policial; el padre lo es a modo episódico y supletorio; la hija es adolescente y con unas necesidades que van mucho más allá de lo que se le ofrece… También hay vínculos personales entre ellos independientemente de su rol prototípico o generacional: vicios, aficiones, contradicciones, censuras…
Hay música. A Ernest le gusta el blues y a Nala el trap. Esto no es un capricho y sí reflejo del salto que comentábamos. Pompermayer nos ha gustado en su tentativa de definir un punto de encuentro a partir de las similitudes y no las diferencias de ambos géneros musicales y extrapolarlas a los personajes. La dirección de Norbert Martínez ha encontrado aquí un pilar importante y parece dotar a cada intérprete de un ritmo propio, como en la música. Si son compatibles o no lo decidirá el desarrollo de la trama y, en última instancia, los espectadores. El reparto asimila estos requerimientos y los integra especialmente bien en el tono de sus conversaciones. Las situaciones están bien integradas y plasmadas a través de los distintos encuentros conjuntos de los cuatro o particulares entre dos o tres de ellos. También en los momentos individuales. Espacio compartido y particular.
No se trata de ofrecer un punto de vista inamovible desde el principio y tanto autor como director se toman su tiempo para ir definiendo escena a escena y situación a situación el marco en el que nos movemos y compartimos y que finalmente es tanto o más importante como la historia que se va a explicar. Eduard Buch refleja el miedo de su personaje a salirse de unos patrones de conducta más o menos higiénicos y saludables, sin preocupaciones. El recorrido de un asepticismo inicial a un reforzamiento de sus decisiones personales está bien desarrollado en paralelo al recorrido de Max, su personaje. Esmeralda Colette dibuja a una adolescente que va mucho más allá de cualquier patrón y persiste e insiste hasta que consigue mostrarnos y que nos identifiquemos con sus preocupaciones, independientemente de que nos encontremos cerca o lejos de la edad de su personaje. Esto era algo complicado y que aquí se consigue en gran medida.
Gemma Brió nos sorprende con el que probablemente sea el personaje más complicado de interpretar. Una mujer que aprende que el liderazgo profesional no sirve en el ámbito familiar. Que se aleja tanto de unos moldes que no funcionaron con ella que termina por perpetuarlos de un modo distinto. Un personaje que se construye la moral a medida de sus necesidades en cada momento y que nunca llega a ser la villana de la función porque sabe mostrarnos sus porqués. Y ahí está un espléndido Xicu Masó. De algún modo, intérprete y personaje se funden en uno hasta conseguir un trabajo memorable. Divertido, escéptico, irónico, humano, sensible y afectuoso. Lo que llega a transmitir con la mirada y el rostro multiplica exponencialmente el calado de unas réplicas que se cuentan entre lo mejor que ha escrito el autor. Impresionante y magnífica interpretación. Un regalo para el espectador y para el texto con el que nos encontramos.
El diseño de sonido y vídeo de Mar Orfila y la iluminación de Marc Salicrú ayudan en gran medida a configurar un quinto personaje que podría ser el mundo exterior. Llamémosle ciudad, sociedad, prójimo, extranjero, oscuridad nocturna de un callejón o, en definitiva y una vez más, miedo. Esta parte dota de una identidad propia a la pieza. En este caso, la puesta en escena no solo es adecuada sino que aporta una estética algo inquietante al conjunto a la vez que juega con un contraste importante para abastecer de sentido a lo que se quiere explicar. La escenografía de Cesc Calafell sigue explorando y ampliando un terreno similar al que trabajó en La treva (Time Stands Still).
Espacios diáfanos, doble nivel y gran cristalera. En esta ocasión, funciona muy bien el reparto de los habitáculos para mostrar las estancias compartidas e íntimas y se aprovecha la profundidad del espacio para trabajar también lo que ocurre al frente y detrás. Lo traslúcido y lo opaco. No habrá una delimitación física estricta entre un espacio y otro. Así el interior será también exterior. Destaca especialmente la capacidad para concebir imágenes no exentas de cierta poética que resumen muy bien el contraste y el ambiente que se respira en cada momento (la nevera y los ornamentos navideños serían un ejemplo del que no desvelaremos más detalles pero que nos ha parecido especialmente evocador). Plásticamente muy potente y siempre acompañando a lo que se está explicando, incluso cuando lo abrupto y asfixiante parece coparlo todo.
Finalmente, hay otro hallazgo y es el contraste entre los roles femeninos y masculinos que aquí se interiorizan perfectamente en la estructura dramática, dotándola de robustez y significación. Sin que en ningún momento se convierta en un tema, solo hay que fijarse en las profesiones y ocupaciones de Anna (muy bien integradas en el trabajo de Brió) y Max y la conducta de ambos en el ámbito familiar. Aplaudimos la normalización de la condición, carácter y categoría de género que desempeña Blues. Una pieza que hay que tener en cuenta y que, probablemente, no tarde en dar el salto internacional, tanto por la temática que trata como por su potente planteamiento formal.
Crítica realizada por Fernando Solla