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18.10.2018 Críticas  
Un elixir delicioso (o cuando lo bueno es todavía mejor)

El Escenari Joan Brossa abre sus puertas de nuevo a Somni d’una nit d’estiu. Un felicísimo reencuentro mediante el cual Els Pirates Teatre vuelve a Shakespeare. O, visto el resultado, parece ser el bardo el que retorna a la compañía. Una visión totalmente alineada y que cuestiona el material de partida de un modo lúdico y al mismo tiempo juicioso.

Indagando en el porqué de la pieza. El de entonces y el de ahora. Una propuesta que quiere y consigue engatusarnos de principio a fin desdibujando la línea. Ese fino radio que difumina la divisoria entre sueño y vigilia. Narcosis versus desvelo, muy bien entendido con espera. Como quimera, anhelo, fantasía e ilusión. Incluso visión, alucinación o aparición. En oposición a la materialidad, al suceso concreto o a la verdad. La existencia negada y disfrazada por la aspiración es algo que la adaptación de Adrià Aubert y Ariadna Pastor trabaja concienzudamente. También la capacidad del ser humano para convencerse de que lo que desea se antepone a su propia materialidad y adquiere un matiz que supera la posibilidad hasta convertiste en verosímil certeza.

La entrega al libre albedrío que nos aporta la confusión voluntaria. Un mundo propio que a veces se nos escapa de las manos y que bajo un abanico de situaciones cómicas maquilla un dramatismo plagado de dudas existenciales y espirituales. Comedia popular a ritmo de un verso riquísimo (se conserva la traducción de Salvador Oliva) y que valida su valía porque ya entonces lo hizo a partir de una fantasía pagana, alejada de cualquier rendición (incluso mención) a las divinidades estipuladas y aceptadas comúnmente.

Algo así requiere un tiempo de cocción. Y el retorno supera aquí el éxito de público y la obvia necesidad de llenar la platea. No se puede circunscribir el recorrido de un proyecto de semejante envergadura a un período cerrado. Este Somni de una nit d’estiu es flamante muestra de que cuando se tiene algo que decir, y el talento para hacerlo de un modo que despierta la atención activa y el interés compartido, hay que seguir con ello. Y es que la maquinaria funciona como un reloj suizo. Los artífices de este elixir en forma de puesta en escena parecen haber hallado una suerte de metrónomo en su interior y mantienen el tono y el ritmo perfecto para seducirnos y llevarnos a su terreno. Revisando el género de los personajes y la situación del propio gremio consiguen poner en tela de juicio lo que se explicaba en el original y que todavía hoy debe ser evidenciado y visibilizado. Sería un error desvelar las sorpresas gratuitamente, pero la inclusión de Romeo y Julieta y por qué se utiliza sigue siendo tras un segundo (o tercer, o…) visionado un apoteósico y divertidísimo acierto. Un cuestionamiento también de qué significa aportar una mirada contemporánea a los clásicos. A la vez, este acercamiento a los referentes del público actual va muy a favor de la función.

Para que ambos mundos (incluido el nuestro) se mezclen es de crucial importancia la iluminación, también diseñada por Aubert. Y aquí, el éxito vuelve a ser rotundo. Si por algo destaca su trabajo en esta pieza es por transformar e integrar todas las disciplinas, técnicas y artísticas, amalgamándolas como componentes y materia prima de la dramaturgia. De este modo, la escenografía de Enric Romaní desnuda el espacio posibilitando a través de trampillas la convivencia y (con)fusión de lo real y lo imaginado. Puertas que nos dan a acceso a este mundo en el que todo es posible y que en conjunción con el espacio lumínico crean una atmósfera mágica no exenta de melancolía. El vestuario de Maria Albadalejo y los postizos de David Chapanoff nos maravillan por su colorido y el acceso de los intérpretes a su desdoblamiento o transformación. La animalización de los seres fantásticos supone un gran logro de caracterización. Por su puesto, esto se ha transmitido a los intérpretes.

Andrea Portella se incorpora a la aventura y se suma a la fiesta y aporta su propia gestualidad, elocución y sensibilidad para decir el verso. Algo en lo que coinciden sus compañeros sobre las tablas. Particularidades con un foco común. Juegan, se divierten y bucean por este universo, profundizando cuando toca y multiplicando tonos y registros según las necesidades de cada momento. Ricard Farré y Àlvar Triay llevan el tempo de la comedia integrado en su ADN. Laura Aubert, Lluna Pindado y Ariadna Pastor nos atrapan con su efervescencia. El recorrido de todas ellas parece alcanzar una meta importante en esta pieza. Y como los demás, pero de un modo propio y muy gratificante para el espectador, Laura Pau se presta al jolgorio con un arrojo en el que la «rauxa» y la «disbauxa» asoman al mismo tiempo. Ritmo alocado y afianzamiento y refuerzo de cada verso. También de su abandono momentáneo. El movimiento de Robert González y Anna Romaní, perfectamente asimilado y ejecutado por todo el reparto, termina de redondear un trabajo excelente. Fresco y profundo al mismo tiempo.

Finalmente, el retorno era necesario. Por todo lo descrito más arriba pero sobretodo para el espectador. Ese que vive y materializa sus anhelos e inquietudes más intrínsecas cuando contempla y experimenta una obra de teatro. En este sentido, y una vez más, el sueño de cumple y las fronteras imaginarias desaparecen. El elixir se degusta con ilusión y regocijo y una certeza nos embarga: para todos nosotros (los de la platea y los del escenario) lo que era bueno es todavía mejor.

Crítica realizada por Fernando Solla

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