Poca duda hay de que el Teatro Kamikaze, todo lo que programa, lo convierte en oro. Un Roble, de Tim Crouch, con dirección de Carlos Tuñón y traducción e interpretación de Luis Sorolla, y un intérprete sorpresa, llegan al Ambigú para remover a la audiencia y desnudar el hecho teatral a la mínima expresión.
Poco se puede contar de este Un Roble, para no develar a la futura audiencia lo que se van a encontrar. La obra toma prestado el espacio y escenografía de la otra obra programada en la sala, y es aquí donde un hipnotista (Luis Sorolla) nos va a ofrecer un espectáculo, donde el protagonista que le acompañe será un intérprete distinto en cada función, anunciado una hora antes en la fachada del teatro. En la función que me ocupa, Israel Elejalde.
El «juego» consiste en que este actor o actriz que se sume a Luis Sorolla, no ha leido el texto previamente, y se dedicará a interpretar sobre la marcha el libreto, siguiendo las indicaciones de Sorolla. En la frontera de la improvisación y el teatro de texto (solo ensayado en parte), la audiencia va a asistir a una experiencia para dos actores, donde no se sabe quién va a disfrutar más, si los dos actores o el público asistiendo a una especie de «ensayo abierto» que constituye en si el espectáculo.
La semilla de Un Roble viene del artista conceptual Michael Craig-Martin que en 1974 presentó en la Rowan Gallery de Londres «An Oak Tree», y muchos se lo tomaron como un «engaño» del artista, al no haber aparentemente nada expuesto, más allá de un vaso con agua, instalado sobre una balda de cristal, en un punto elevado de la pared, y un cuadro explicativo de la obra. El vaso no era un vaso, era un roble («an oak tree»). Craig-Martin había cambiado la sustancia física del vaso de agua, pero no la apariencia del roble que tenían ante sus ojos. Ese vaso de agua no era ya un vaso de agua, era un roble, y como tal, debería ser llamado y referido a partir de ahora.
Luis Sorolla comienza presentándonos Un Roble, y bebiéndose el roble. Lo que la audiencia va a presenciar son los engranajes del teatro, la maquinaria que se mueve detrás de todo acontecimiento teatral. La dirección de Carlos Tuñón desnuda a los intérpretes y al texto, que quedan expuestos a los ojos curiosos de una audiencia desconcertada pero con fe ante esta transmutación del proyecto teatral. Tuñón tiene mucho de profeta y si La Cena del Rey Baltasar era una eucaristía, Un Roble es una catequesis, donde se nos prepara, enseña y evangeliza, para comprender el sacramento del teatro.
Y es que Un Roble tiene una gran base cristiana, y trata temas como el perdón, la pérdida, el buscar un refugio en algo superior que nos de fuerzas para seguir adelante; en confiar en que hay alguien ahí que nos acompaña cuando estamos solos, y en el poder de la mente y la imaginación como máquina creadora y crédula. Luis Sorolla oficia la ceremonia muy desembuelto, y sus ojos oscuros y esa barba van a ser nuestro credo. Su doble labor de director de escena, dando apoyo y guía al invitado Elejalde; y como el hipnotista en horas bajas, es ejecutada de forma tan natural, y sobretodo veraz, que es imposible no entrar en su juego. Sobre Israel Elejalde, nada más que subrayar que es una bestia escénica y como en apenas 20 minutos de conocer su personaje y su labor, pueda llegar a transmitir la sensación de que lleva meses ensayando el papel, es algo que pocos, muy pocos, en el panorama nacional, pueden hacer. Pero esto no deja de ser una frase de «cero sesenta», porque Elejalde, eres muy bueno, y lo sabes.
Un Roble no es para todos los públicos, y podría llegar a entender esos ataques furibundos y espontáneos que de pronto apareciesen en redes sobre que esto no es teatro (cuando lo es). El género teatral que ahonda en la experiencia de asistir a una representación, y vivir ese momento, con tan buenos adalides con los que contamos en nuestras filas patrias, no hace más que crecer y las sinergias que entre creadores afines se producen, generan que me congratule. Solo decir que si has entendido todo esto, asiente.
Crítica realizada por Ismael Lomana