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05.09.2018 Críticas  
El cobertizo de los recuerdos

Inicio de la temporada por todo lo alto en La Badabadoc. Desde Buenos Aires llega una función hermosa, profunda y delicada capaz de detener el tiempo del espectador de un modo tan hipnótico como fructífero. El amante de los caballos es un título muy valioso tanto por lo que comparte como por ser receptáculo de una importante fuente de inspiración.

La dramaturgia creada a partir de textos de Tess Gallagher no tiene desperdicio. Poeta y ensayista, la que fuera esposa de Raymond Carver recoge en su estilo el testigo de múltiples referentes siempre amalgamados de un modo muy particular. La dirección de Lisandro Penelas sabe captar ese delicado equilibrio entre lo sugerido y lo imprevisto y recoger el testigo de la narración en tiempo presente que evoca un pasado irreemplazable y necesario. La pieza que se presenta como resultado tiene una entidad propia que se intuye vaporosa al inicio pero que progresivamente va calando y se empapa y horada hasta construir un cuerpo dramático impresionable y susceptible. Profundamente emocional.

Su trabajo con la intérprete es precioso y triunfante. Consiguen que incluso los susurros invadan la escena. Ana Scannapieco realiza una labor impecable que nos brinda como una ofrenda. Hacia nosotros y hacia su personaje. Una creación hipersensible, emotiva, sincera y muy valiente. Dolorosa y sin embargo piadosa. Vemos el recorrido completo. La actriz es capaz de mostrar el estímulo de la búsqueda y la necesidad de superar el desarraigo. Un personaje que no dejará que sus predecesores desaparezcan en el olvido y se obligará a recordar, quizá reinventar, sus vivencias hasta mostrarlos con orgullo a través de su propia actitud. Una artista que confiere dignidad a la naturaleza errática de su personaje y muestra la herencia a través de un apasionante y naturalizado desdoblamiento que consigue revivir a la madre, al padre y al abuelo como sujetos individuales y al mismo tiempo convocarlos a través de los ojos y el recuerdo de esa niña que fue.

El dominio del ritmo de la narración a través de la voz y la espontaneidad de sus silencios o palabras se convierten en un glorioso hacia dentro que se muestra completamente hacia afuera y que consigue que los límites estén sólo en nuestra imaginación. Lo dicho para sí misma será al fin desvelado, compartido y escuchado. Hasta convertirnos en testigos de algo único. Entre lo cotidiano y la revelación todavía le queda tiempo a Scannapieco para incorporar y combinar de manera totalmente natural y con aparente sencillez esas palabras no dichas con unas lágrimas descorazonadoras y un movimiento coreografiado que expresa a las mil maravillas tanto los elementos naturales como los animales. Y es que la actriz no sólo evoca su árbol genealógico sino que también consigue que aparezcan en escena los rocines. Entre lo simbólico y lo palpable. El asesoramiento coreográfico de Sabrina Camino está exquisitamente integrado en la dramaturgia y, por supuesto, en tan fecunda y dadivosa interpretación. Una fuerza intrínseca para convertir cada palabra, gesto u objeto en algo único y universal. Ya sea un árbol, un cigarrillo o un caballo.

La escenografía y el vestuario de Gonzalo Córdoba Estevez alicatan y velan para que el resultado final sea óptimo y para que lo que sucede en escena torne la evocación en algo discernible y, de algún modo, tangible. Su trabajo se adapta muy bien al espacio escénico en el que nos encontramos, tanto por las dimensiones del mismo como por la disposición del público. El cobertizo o establo en el que esta mujer se descubrirá a sí misma es finalmente compartido, convirtiendo la intimidad en algo participativo y lo ajeno en propio. El diseño de luces de Soledad Ianni aporta momentos de luminosidad que bien pueden entenderse como la aprehensión y el discernimiento a través y en paralelo a la historia familiar que se nos explica. Un revestimiento muy bien pensado y siempre al servicio de la historia y del estilo narrativo y temporal. La música de Hernán Crespo consigue una especial convivencia que a la vez elimina las fronteras entre los aires sureños del material original y la fuerte y maravillosa presencia porteña de la adaptación. Todo está ahí y a la vez destaca, de nuevo, la universalidad de la propuesta

Finalmente, esta visita de Moscú Teatro no sólo supone una oportunidad de oro para disfrutar de un modo de hacer y sentir el teatro genuino y apasionante sino que nos regala una pieza relevante y trascendente y, una vez más, una interpretación extraordinaria que se convierte en uno de esos momentos escénicos que cualquier espectador debería aspirar a ver por lo menos una vez en la vida. Una fusión magnífica de todos los factores que intervienen en la propuesta a la que sirven y un ejemplo privilegiado de adaptación que se convierte también en un palpitante ejercicio creativo y dramático. Una demostración ejemplar de lo lejos que se puede llegar con el monólogo dramático o el formato unipersonal.

Crítica realizada por Fernando Solla

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