El Teatre Goya nos regala, en el marco del Grec Festival, uno de los textos de madurez de Brian Friel. Un autor al que queremos mucho por estos lares y cuya obra es mucho más diversa de lo que imaginamos. La resposta nos lleva de un modo profundo y emotivo a un estado frágil y complejo que tanto la directora como los intérpretes abrazan en un montaje muy destacable.
Sílvia Munt sabe mostrar las múltiples capas y aflicciones que rodean al autor y a estos siete personajes y realiza un trabajo tan delicado como comprometido con las intenciones e inquietudes del irlandés. Decir que Friel es un creador inmenso es caer en lo obvio. Un intelectual que se cuestiona a sí mismo y a todo el engranaje de intereses que rodean y de algún modo circunscriben el proceso de creación literaria. Resulta muy interesante localizar los paralelismos entre el personaje de Tom (David Selvas) y la propia trayectoria del autor. No en vano, se le considera el Chéjov irlandés. Algo sobre lo que se ironizará durante el transcurso de la pieza. Cierto es que Friel ha traducido y adaptado al ruso en varias ocasiones, pero no lo es menos que la influencia de Turguénev (recordemos sus adaptaciones Fathers and Sons y A Month in the Country) está tanto o más presente en esta función.
Un contemporáneo de Beckett, Pinter, Miller, Williams o Albee que, de nuevo, nos traslada a Ballybeg. La traducción de Pau Gener y la adaptación de Munt son magníficas y recogen el testigo de esa preocupación del autor por emplear en cada momento la palabra adecuada. El uso del lenguaje denota una sensibilidad abrumadora y lo mismo sucede con la evocación de otras obras de teatro como podría ser Who’s Afraid of Virginia Woolf, en concreto a partir de la aparición en escena de los Fitzmaurice (Àngels Gonyalons y Àlex Casanovas). Lo importante es la conexión del devenir de los personajes con temas universales que cada uno vivirá de un modo personal. También la gestión del fracaso y el regodeo en la fustigación del artista que necesitará esa constante incertidumbre para seguir viviendo. Muy bien introducido también el tema de la obsesión norteamericana por apropiarse del material literario irlandés, en este caso a partir del personaje del editor David Knight (Eduard Buch).
La escenografía de Enric Planas resulta especialmente relevante por los distintos espacios que consigue evocar sin apenas paredes o tabiques. La combinación con el vídeo y la solución ofrecida para la proyección es excelente, así como la decisión de que cierto personaje aparezca sólo a través del audiovisual. Un trabajo de Daniel Lacasa que resulta tan emocionante como perfectamente hilvanado en la dramaturgia. El buen gusto y adecuación con que Munt viste a sus propuestas escénicas se han convertido en seña de identidad de los proyectos que lidera. Pizarras, imágenes y proyecciones que siempre aportan enteros a sus trabajos y que aquí sobresalen una vez más. El espacio sonoro de Jordi Bonet y la iluminación de David Bofarull terminan de redondear una propuesta que sin buscar un embellecimiento gratuito adapta la estética a las necesidades narrativas de un modo ejemplar. La personalidad con la que cada pieza de vestuario dibuja a los personajes demuestra la habilidad de Albert Pascual en este terreno.
Destacando de nuevo y una y otra vez más la capacidad de Sílvia Munt para acompañarnos por tan frágil y delicado terreno, el trabajo con los intérpretes es igualmente relevante. De un verismo y naturalismo muy bien adaptado a un contexto atemporal y a la vez contemporáneo. Buch sorprende por la progresión y recorrido que imprime a su personaje. Muy bien plasmados los claroscuros y dobleces del matrimonio formado por Carme Fortuny y Ferran Rañé y todavía más sutil y amarga la relación que establecen al contemplar el devenir de su hija. Gonyalons y Casanovas se convierten en una versión avanzada de la Martha y el George de Albee y establecen un juego muy bien llevado. La primera sabe como mostrar el hastío de su personaje con un dominio de la expresividad corporal y vocal excelente, clavando la mirada de un modo no menos exitoso. Selvas debe descubrirse abrumado y a la vez indeciso, enérgico pero agotado y realmente nos convence con su interpretación.
Y llegamos a Emma Vilarasau, que le regala a su Daisy Connolly la posibilidad de ser ya no escuchada (que también) sino comprendida. La actriz nos muestra todo el proceso emocional que la ha llevado a anestesiarse en alcohol. Con ironía y luminosidad cuando corresponde pero también tomando conciencia de su dolor, que progresivamente aflora y sale a la superficie. Capas y capas de sentimiento y un movimiento escénico que ocupa hasta el mínimo y más escondido rincón, físico e intrínseco. Un trabajo realmente a la altura del personaje escrito por Friel que nos emociona y nos acompaña por esta compleja telaraña de sentimientos encontrados. Brillante.
Finalmente, La resposta resulta una pieza tan delicada en su puesta en escena como poco complaciente en su contenido. Friel no oculta su opinión sobre lo insufrible que puede llegar a ser el narcisismo de los escritores. Sin embargo, tampoco se trata de un escarnio dramático. Más bien un retrato de la incertidumbre y fragilidad con la que estos seres humanos intentan compaginar su egoísmo o egolatría sumidos en problemas mucho más mundanos y en cómo arrastran a las personas que los rodean en su incesante y dolorosa búsqueda vital. Una oportunidad privilegiada para conocer un texto peculiar de un autor maravilloso.
Crítica realizada por Fernando Solla