Tras gira y posterior estancia en el Teatro Victoria de Madrid, el Cyrano de Bergerac encarnado por el actor José Luis Gil se traslada al Teatro Cofidis Alcázar. Otra oportunidad de ver esta nueva versión – con altibajos, hincapié en la comedia y coqueteo con el musical – del clásico personaje atormentado por una nariz nunca tan enorme como su romanticismo.
Desde su estreno original en 1897, la obra del francés Edmond Rostand no ha dejado de recibir aplausos y sufrir adaptaciones. Convertido en icono universal del amor no correspondido, Cyrano ha hablado en escenarios de todo el mundo. Eso sí, muchas veces ya no con las palabras que puso en su boca Rostand, sino con las de bienintencionadas adaptaciones en diversos idiomas. La versión de Carlota Pérez-Reverte y Alberto Castrillo-Ferrer rebusca en el español las fórmulas para trasladar el verso galo a una equivalencia de similar belleza, contenido y complejidad. El resultado es solvente pero, a la vez, deja entrever un eco lejano tanto de lucha con el texto como de huída de las rimas de versiones anteriores.
La compañía en su conjunto convence en su interpretación mientras carga con el peso de una puesta en escena rígida, y sobre todo de una caracterización, que lastra en demasía la labor de los actores. Una pared de madera, con elementos móviles y unos cuatro metros de altura, se sitúa al fondo del escenario. La textura de la misma resulta un acierto cuando la luz se atenúa y se proyectan imágenes sobre ella; sin embargo, sin proyección su color y altura contribuye más bien a achatar visualmente el espacio escénico.
Dos puertas camufladas reciben entradas y salidas de escena aportando con ello un punto de vodevil. Y es que hay una decisión consciente de subrayar elementos cómicos: en especial con la presencia constante de personajes alternos ejerciendo del clásico bufón, esta vez con histrionismo exagerado. Este hecho consigue que cueste después algo más entrar en el dramático final del soldado y poeta enamorado hasta la médula. Se echa de menos la presencia de una iluminación más creativa y, en especial, más preocupada por disimular tanto los defectos de peluquería como la naturaleza de los tejidos del vestuario. Pero cierto es que, aunque ni el atrezo ni las especialmente fluidas transiciones sumen puntos, si hay un positivo movimiento escénico que se convierte en el clavo al que se agarran los actores.
El discreto triángulo amoroso Cyrano (Jose Luis Gil) – Roxanne (Ana Ruiz) – Christian (Héctor Gonzalez) convence a la platea por su dicción y verso de ritmo y musicalidad correcta. El resto del reparto sigue, en general, la misma línea. Todos se baten contra un hilo musical intermitente a un volumen que distrae y no ayuda a entrar en situación. Lo mismo ocurre con los contados, brevísimos y prescindibles números musicales cuya eliminación hubiera ayudado a aligerar la función. Hay que decir que la actriz Ana Ruiz es la que mejor consigue capear estos incisos musicales saliendo bien parada, en la medida en que la situación se lo permite.
Este Cyrano de Bergerac bajo la dirección de Alberto Castrillo-Ferrer es una ocasión de ver cómo José Luis Gil se enfrenta a ese mítico e ingenioso personaje tan audaz como acomplejado y presente en la memoria colectiva. Desde muy pronto la representación se convierte en un esperar al siguiente parlamento del actor – que maneja mejor la cara mordaz e irónica de Cyrano – o a la siguiente escena emblemática, como la de la conquista de la amada en el balcón.
Humor, tragedia y drama heroico. Amor, poesía y espadachines. Como es sabido Cyrano es un emblema de integridad y principios detrás de una nariz grotesca que en este montaje resulta, parafraseando al propio protagonista, demasiado ‘teatral’ a la vez que muy voluntariosa.
Crítica realizada por Raquel Loredo