La Sala Beckett nos regala una puesta en escena magnífica dentro del marco del Grec 2018. Clàudia Cedó da el gran salto que la catapulta a las más altas esferas cuánticas de la filantropía dramática. Decir Una gossa en un descampat es condensar en cinco palabras una de las experiencias más extraordinarias que un ser humano puede vivir alrededor de un escenario.
Que el punto de partida de Cedó sea la propia experiencia es algo heroico. Por la necesidad no tanto de exorcizar sino de superar o cerrar un ciclo. Es increíble cómo ha embellecido su dura vivencia a partir de la reconstrucción dramática sin obviar ninguno de los hitos físicos y anímicos por los que transita Júlia. La decisión de desdoblar al personaje protagonista resulta un gran hallazgo que a la vez refleja esta posibilidad de tomar distancia de sí misma y desarrollar(se) de nuevo a través de la ficción dramática. Esta conversión de nosotros mismos en personajes que viven en nuestra mente para poder explicarnos y comprender lo que nos sucede. Por si esto fuera poco, asistiremos también a una suerte de ensayo sobre las posibilidades que ofrece el teatro para acompañar a los artistas y al público en el recorrido compartido que experimentan los personajes que interpretan los primeros y con los que se identifican los segundos. Todo incluido dentro de una función fantástica y valiente que sobresale por un muy conseguido y esplendoroso balance de todos sus componentes moleculares. Impresionante.
Que la dirección de la pieza recaiga en otras manos distintas resulta una opción oportuna. No porque la autora no haya demostrado en varias ocasiones la capacidad para tomar distancia de su propio texto y su buen hacer en el terreno. En este caso, es más bien porque nos encontramos con un director que es también autor. Y parece haber tratado a la pieza con un cariño tanto o más grande que si fuera propia. Sergi Belbel demuestra un gran sentimiento de pertenencia y un compromiso indiscutible. Parece haber ocultado su propia personalidad y dirige la pieza como si se hubiese transformado en la autora y se sintiera como ella. Así nos ha presentado la función y así lo consigue transmitir a los espectadores, a los que nos sucede lo mismo mientras asistimos al a representación. También la proximidad por los temas tratados es algo que acerca a ambos creadores. Recordar El temps de Planck (2000) en el contexto que dibuja Una gossa en un descampat no hace sino multidimensionar la emotividad y las resonancias intrínsecas del conjunto.
Descampado y viaje. Desierto. recuerdos y objetos que dejamos por el camino. El interior y el exterior. Nuestro cuerpo y el entorno formando un todo tan inmenso como a la vez delimitado por la descomunal capacidad de nuestro ser por acumular experiencias y dejarlas ahí, para cuando las necesitemos recordar. La iluminación de Kiko Planas y el espacio sonoro de Jordi Bonet consiguen verdaderas maravillas y toman el testigo de la magnitud poética no exenta de cierta siniestralidad. Plasman a la perfección los claros y los oscuros por los que transita el personaje protagonista. La gran aportación de Belbel y la escenografía de Max Glaenzel sería situar al público a cuatro bandas y, prácticamente, dentro del mismo descampado. Una decisión idónea que refleja muy bien la estructura espacio-temporal de la pieza. Ya que todo puede suceder en un instante. El espacio entre una pregunta y una respuesta. El tramo final nos depara varias sorpresas en ambos sentidos, consiguiendo algunos de los momentos más sobrecogedores que un servidor recuerda haber presenciado en tiempo.
De este modo, la emoción lo embarga todo. Una emoción que se aferra y no nos suelta y que vivimos desde el conocimiento y la seguridad de que nuestro viaje ha sido compartido y completo. La duración de la pieza representa respecto a nuestro recorrido vital el todo que enmarca ese espacio silencioso entre la pregunta y la respuesta en que se convierte la representación. Resulta muy impactante ver como Cedó ha conseguido todo esto siendo fiel no sólo a las temáticas y estilos propios y reconocibles en sus anteriores obras. También trabajando esta pieza e incluyéndose a sí misma y a todos los que la acompañamos en una variación muy interesante del teatro inclusivo que tan bien trabaja. Si inclusión significa (de algún modo) cómo damos respuesta a la diversidad, no hay duda de que el tratamiento de la maternidad a través del personaje de Júlia logra aquí un gran triunfo. Y esa mención elidida un homenaje a Arizona Baby (1987) de los hermanos Coen (recordemos la temática que desarrollaba la película) resulta realmente prodigiosa.
Este cosmos tan bien dibujado se convierte en el lugar por el que los intérpretes nos acompañarán con unos trabajos dignos de mención. Queralt Casasayas humaniza y acerca a cada uno de los personajes en los que se desdobla. El punto justo de comicidad para dar en el clavo. Pep Ambròs dibuja a un personaje que lo vive todo un poco desde fuera, algo que contrarresta con la fisicidad de sus otra y muy bien conseguida encarnación (entre la simiente y el fruto). Xavi Ricart y Anna Barrachina (que consigue momentos entusiásticos) juegan muy bien las cartas entre los personajes más cotidianos y los artistas a los que también interpretan y que dan viva a los primeros. Esto es algo que está muy presente en las bases de Cedó y que los dos consiguen integrar excelentemente en sus interpretaciones.
Vicky Luengo (en funciones alternas y así lo fue en la presenció un servidor) se convierte en el álter ego del propio personaje. Su otro yo. El que reside en su cabeza y que acude en momentos de necesidad. Siempre alerta. La actriz nos guía de un modo tan sabio como compenetrado durante todo el tiempo que dura la función. Siempre suceden cosas cuando está en escena que hacen todavía más grande lo que estamos presenciando. Lo de Maria Rodríguez es tan intrépido, memorable y trascendente que sólo se puede comparar a la generosidad y talento que demuestra la autora de la pieza. Esta Júlia (también la de Luengo) la acompañará durante toda su carrera (y sin duda también a nosotros). Nos transmite el recorrido completo de su personaje a tiempo real. Su sensibilidad, generosidad y entrega parece ilimitada. Un regalo el que nos ofrece en cada función.
Finalmente, Una gossa en un descampat se convierte en un título que desde el mismo momento de su nacimiento es ya una de las grandes aportaciones de la dramaturgia contemporánea al teatro universal. Habitantes y ojeadores del mundo, aquí está la autora, la pieza (y la puesta en escena) que cualquiera de vuestros teatros se peleará por programar (si es que esto no está sucediendo ya). Brillante y esplendoroso trabajo que ensalza a la Sala Beckett como punto de encuentro internacional y que reconquista al teatro como ese espacio terapéutico, curativo y profundamente rehabilitador. Alimento para el alma.
Crítica realizada por Fernando Solla