El año pasado, aproximadamente por estas fechas, la compañía de teatro La Calòrica estrenaba una obra llamada Fairfly en el Tantarantana de Barcelona que me pareció sencillamente fantástica. Recuerdo que en aquel momento pedí que se volviera a programar de nuevo algún día… y el cielo y La Villarroel me escucharon.
Está en cartel y seguirá hasta el 17 de junio y, para empezar, solamente digo una cosa: ir a verla es un ‘must’. Quien quiera experimentar durante casi los 80 minutos de duración carcajadas constantes, regodearse en la acidez característica del humor catalán, y a la vez, reflexionar sobre una visión realista de un tema tan candente como es la emprendeduría del que, a veces, no tiene otra salida cuando nos azota una crisis, entonces tiene que verla.
Cuatro compañeros de trabajo de una empresa de papillas para bebés se enfrentan a un inminente ERE y se reúnen para escribir una carta a dirección y convocar un comité de empresa para intentar impedirlo. De repente, se les ocurre una original idea con la que comenzar un negocio propio, labrarse un futuro como empresarios e intentar cambiar el mundo. Deciden hacerle la competencia a su anterior empresa y comercializar una papilla a partir de un ingrediente muy especial. ¿Hasta qué grado es esto una idea alocada o puede salir bien? ¿Y si sale bien, hasta donde estarán dispuestos a llegar para conseguir que la empresa salga adelante? Y si uno emprende, y funciona, ¿hay garantías de que todo siga saliendo para siempre bien?
Joan Yago escribe un texto brillante para tocar este tema que, además de ser redondo, nos reserva una sorpresa final. La agilidad en los diálogos, que la mayoría de veces son atropellados por los propios personajes, pero con los que no se pierde detalle demuestra una extraordinaria habilidad para la escritura. La velocidad a la que van ocurriendo las cosas, escena tras escena, milimétricamente planeado cada movimiento, pero con una naturalidad pasmosa, es admirable. Los cuatro compañeros en una escenografía con una mesa, una lámpara de techo y sus cuatro sillas como mobiliario y unas cervezas y unos dosieres como simple atrezzo. No hace falta recargar más, ni cambio de vestuario ninguno para conseguir una deslumbrante dramaturgia que empieza por todo lo alto y no decae en ningún momento. Mi más sincera enhorabuena, Yago, por esta maravilla de criatura que has parido.
Otro de los artífices del éxito de esta comedia es su director, Israel Solà. Consigue que este texto suba a las tablas y cumpla con las exigencias que el buen público espera del mejor teatro contemporáneo. Logra el elenco idóneo y el desarrollo perfecto de los personajes en conjunción con los actores. Y capta la atención de absolutamente todos los presentes, primero con la disposición del escenario a modo de cuadrilátero con las cuatro gradas alrededor y con la eficaz agilidad de ejecución de la dramaturgia y sus giros perfectamente enlazados. Otra felicitación para ti, Solà, por tremendo trabajo.
Finalmente, tenemos a los cuatro actores de Fairfly en estado de gracia. Parece como si Yago hubiera escrito los cuatro protagonistas pensando en ellos. La naturalidad que desprende el guión es, en buena parte, la naturalidad y la frescura que desprenden los actores y sus personajes. Y algo que a veces cuesta ver en ciertas obras (sea un elenco más o menos conocido) que sí vemos aquí, es la perfecta comunión entre los cuatro y una calidad tan elevada en sus interpretaciones, a pesar del handicap de ser una comedia. Y es que, hay que ser muy buen actor para hacer una buena tragedia. Pero hay que ser igual o mejor actor para saber hacer reír bien. Queralt Casasayas, Xavi Francés, Aitor Galisteo-Rocher y Vanessa Segura son los últimos (que ni mucho menos importantes) artífices de nuestras carcajadas constantes, de nuestro interés en la historia y de nuestro deseo de ver como continua y como acaba. Cada uno en un rol totalmente diferente, pero todos están magníficos, espléndidos, sobresalientes…
Queralt Casasayas demuestra un punto justo de inocencia sin verse sobreactuada, a la par que le dota de una de las partes más dramáticas y sensibles a esta comedia que, con su buen hacer compensa con gran equilibrio todo el conjunto. Me decía mi compañero Fernando Solla después de verla: “¡Ojo con la Casasayas!” Pues ojo le echaremos a sus futuros proyectos para no dejarla escapar, porque la Casasayas promete. Vanessa Segura, la otra parte femenina, también está perfectamente adaptada al medio y encaja su texto con firmeza y con la elegancia de quien sabe estar sobre el escenario. Xavi Francés es un pequeño gran personaje. Fairfly no podría existir sin él. Sus silencios que llenan la platea y sus golpes inesperados de humor complementan imprescindiblemente el conjunto. Finalmente, está Aitor Galisteo-Rocher, quien con esa vena histriónica pero deslumbrante que nos hace tanto reír, nos incita tanto a pensar, lo queremos tanto a ratos y a ratos no lo soportamos, se convierte en algo más que un conocido, porque creo que la mayoría, con algo de su personaje (o con mucho) nos sentimos identificados. Y todo esto lo consigue su excelente interpretación. Bueno, la de él y, como hemos dicho antes, la de los cuatro.
Tengo que reconocer que volvía a verla pensando que, a lo mejor, siendo el segundo visionado y conociendo de antemano la historia, no iba a tener en mí el mismo impacto que la primera vez. Mentira. Esto me demuestra que cuando algo es bueno, que digo bueno, supremo, si lo es, lo será siempre. Fairfly es una obra maestra del teatro actual catalán. Y, como toda obra maestra, debería perdurar para siempre. Tendría que convertirse en un clásico. Sí, ya se que a lo mejor suena pretencioso pedir algo así. Pero, total, tampoco me esperaba que la fueran a reprogramar este año. Y repito, todos deberían ir a verla. ¡Ah! Y me encantaría estar en la última a función. A ver, señores, puestos a pedir, que por pedir no quede.
Crítica realizada por Diana Limones