Vuelve Josep Mª Miró, después del ciclo de obras que presentó en la sala Beckett el año pasado, y esta vez lo hace a lo grande en el Teatre Nacional de Catalunya. En su línea habitual, donde arquitectura y paisajes se dan la mano como temas centrales de sus obras, en Temps salvatge nos ofrece una visión sobre la vida y los miedos y autoengaños que nuestro sistema nos presenta.
Tomando como marco una comunidad de vecinos de clase media-alta, Miró dibuja al estilo barroco la escena principal (donde, a diferencia del arte renacentista, se elige el momento en que ocurre la acción y no el momento racional previo a cualquier acontecimiento dramático), a la vez que se adentra con todo detalle en las pequeñas escenas que la acompañan mediante pinceladas que acaban componiendo el cuadro completo: las relaciones más íntimas de cada familia, las relaciones entre vecinos y la relación con el exterior.
En esta comunidad de vecinos hay dos elementos que toman protagonismo a modo de personajes: las casas-nicho donde vive cada familia, donde ni siquiera ahí, en la más cerrada intimidad, sale en ocasiones la verdad de cada personaje. Y la piscina, que se erige como símbolo de libertad y de sinceridad. Arrancando con el miedo que algunos de ellos expresan debido a unas pintadas amenazadoras que algún extraño ha hecho, la historia se desarrolla en torno a ese temor y a las diferentes reacciones de todos ellos a la vez que, como eje de lo opuesto y lo diferente aparece Ivana, la nieta de Mercè, quien con su actitud se erige como el elemento desestabilizador de esa aparente armonía comunitaria.
El auto-engaño, los miedos a decir la verdad a otros o a decírnosla a nosotros mismos son las premisas con las que juega Miró en este texto. Y como algo ya recurrente en sus anteriores obras, también sobrevuela la preocupación de encontrar nuestro mejor lugar para vivir. Xavier Albertí dirige a un elenco de diez actores que presentarán al público esas diferentes sensaciones y los altibajos que resultan de sobrellevar una historia con semejante tensión.
La duración de la obra se nos hace excesivamente larga en el primer acto, donde la presentación de personajes y sus situaciones creo que puede reducirse en gran parte (de hecho, a mi parecer, podría reducirse hasta quedar en una obra sin entreacto y no perdería nada de lo importante). Esto conlleva que el ritmo sea quizá demasiado lento, en contraposición a lo que la historia está contando, donde miedos, temores y frenetismo se están apoderando de muchos. Dentro del espacio sonoro, el chirrido de violines a lo Hitchcock en Psicosis en algunos momentos tensos de la obra también se nos hace innecesario y redundante. Sin embargo, el resto de la música de Albertí es disfrutable en cada momento elegido.
La interpretación de la mayoría de los actores es correcta, destacando la profundidad que adquieren los personajes de Eduard Farelo (quien recientemente ya demostró de lo que es capaz sobre las tablas en “Si mireu el vent d’on ve”) y Borja Espinosa quienes, a mi juicio, trabajan unos personajes completamente creíbles y dramáticos en una acertada medida, junto a Laia Manzanares quien hace las veces de la joven y descarada Ivana, que es capaz de demostrar la capacidad de dar vida propia a una variedad de registros. Sara Espígul, como Tau, es también otra de las que, sin ser uno de los personajes principales, destaca de forma muy positiva en todas las escenas en las que aparece por su aparente naturalidad en la ejecución de sus partes.
Miriam Iscla y Carme Elias demuestran de nuevo que pueden hacer todo “lo que les echen”, y aunque en esta ocasión sus trabajos no son los que más brillan, se puede afirmar que son perfectamente correctos. Manel Barceló, Marina Gatell, Alícia González Laá y Malcolm McArthy completan el elenco de esta obra de gran formato.
Decíamos antes que el texto nos evocaba a una pintura del barroco y, al igual que en el barroco, la iluminación de Temps salvatge juega la mayoría del tiempo con claroscuros. Enfoques realistas del personaje, iluminados dramáticamente contra un fondo oscuro en muchas ocasiones. Para ello, Albertí le ha encargado el trabajo a Ignasi Camprodón, quien consigue con nota ese efecto deseado y le otorga el punto dramático necesario y original a cada escena (destacando, por ejemplo, el arranque de la obra con el contraluz de los faros de un coche, sí, un coche sobre el escenario, en una escena violenta que consigue capturar el interés).
Finalmente, tenemos que otorgar un 10 al genial espacio escénico a cargo de Lluc Castells, quien ayudado por Mercè Lucchetti, ha conseguido crear una comunidad de vecinos real, con una zona comunitaria en el centro, una piscina y apartamentos en un primer piso, un segundo escenario con una pista de basket y uno último del bosque por donde se pasean los extranjeros a los que todos temen pero por donde aparecen en ocasiones personas no tan extrañas. Con todo lujo de detalles en cada diferente apartamento y con la capacidad de trasladarnos perfectamente a cada escenografía, nos quitamos el sombrero ante el inmenso trabajo por el que Albertí ha apostado, a pesar de su dificultad.
Escenografía e iluminación, junto a una temática principal tan actual como es la nueva convivencia con la inmigración, sin dudarlo, le dan un gran valor añadido a esta obra que tiene programada el TNC de Barcelona en su Sala Gran hasta mediados de este mes de junio.
Crítica realizada por Diana Limones