Asistir a la primera adaptación teatral de un clásico de la literatura española como es Tiempo de silencio en el Teatro de La Abadía de Madrid, a manos de un austríaco y dirigida por un suizo, es todo un acontecimiento de la temporada, máxime si es para comprobar la dificultad que ha debido entrañar abordar esta tarea de adaptar el «Ulises» patrio.
Tiempo de silencio está calificado como un hito en la literatura española del siglo XX por su atrevimiento de romper los cánones de la narración en ese momento, y optar por un monólogo interior. La obra póstuma de Luis Martín-Santos, publicada en 1962, ambientada en el miserable Madrid de la posguerra, relata los esfuerzos de Don Pedro (Sergio Adillo) de llevar a cabo la investigación del carácter hereditario del cáncer, experimentando con ratones del extrarradio chabolista de la ciudad. En su periplo científico, una serie de personajes se van cruzando en su camino, y van tejiendo una trama de tráfico de roedores, medicina precaria, y ajustes de cuentas, en un grotesco otoño madrileño con visos de barrio conflictivo neoyorkino.
La novela no es un texto fácil, y coger el ritmo de su narración, con las «voces» de cada uno de sus personajes, pertenecientes muchos de ellos a los más bajos estratos sociales, y entender este monólogo interior, a veces sin sentido alguno, es una ardua labor, hasta para experimentados lectores; con ello puedo elucubrar que aquel adolescente desgraciado a quien su profesor de Lengua y Literatura (¿esto existe aún?) le imponga la lectura de semejante novela, tirará de bases bibliográficas tan útiles como deficientes como El Rincón del Vago, o la democrática Wikipedia. Yo mismo, documentándome para esta reseña, me vi tentado de abandonar en la página 40 al grito (interno, para no desentonar) de «menudo tocho me estoy leyendo», y eso que la extensión no llega a las 230 páginas.
Mi frustración existencial ante la empresa de terminarme el libro antes de ver la obra, era de las mismas dimensiones que la del protagonista Don Pedro, que aborda los resultados nada concluyentes de su investigación, y de su suerte con las mujeres, de la mejor manera posible, y eso es perdiéndose en la noche capitalina y sus discretos pisos con agradables señoritas, los desayunos con brandy a 50cts, y las resacas en pensiones de mala muerte. El Madrid que retrató Martín-Santos es más grotesco que los bajos fondos de los 80 o de los 90 en los burdeles de la Castellana. La miseria y sordidez que se respira en los poblados chabolistas que describe esta adaptación, con hacinados techados de uralita, poblados por masas emigrantes de lo rural, y viviendo no solo la capital, sino toda España en ese aislamiento cultural de los 50, es un hecho loable de la dirección de Rafael Sánchez, que consigue que sus actores, en ese devenir de cambios de registro, interpreten con maestría a esta indecente población.
Sergio Adillo tiene la difícil labor de mantenerse toda la función como el apocado y resignado Don Pedro, que se abandona a lo que tenga que venir, ya sea regatear por el precio de los ratones para sus experimentos, a asentir cuando se le pide asistir a las secuelas de un aborto a medio hacer, o a apechugar con la culpa de la muerte de una mujer por un ajuste de cuentas. Don Pedro solo tiene momentos de luz cuando disfruta de la ebria bohemia en un burdel de la calle Infantas; el resto, una nube gris como el encapotado Madrid, le arrastra por la vida.
Roberto Mori, Fernando Soto y Julio Cortázar, completan el elenco masculino de Tiempo de silencio, y remarcables son el Cartucho de Cortázar (terrorífica mirada asesina) y el Muecas de Fernando Soto en la cruenta escena de maltrato infligido sobre Lidia Otón (la sala baja varios grados de temperatura, tal es la potencia y violencia interpretativa). Carmen Valverde, pocas son las oportunidades que tiene de brillar sobre las tablas, enfrentándose a tanto titán escénico, y Lola Casamayor, reluce como propietaria del burdel, caricaturesca interpretación con efectivo resultado.
Este primer acercamiento a Tiempo de silencio sobre las tablas no será memorable en taquilla ni éxito de crítica, pues es bastante tibio el resultado general del proyecto, pero es innegable el nivel y la entrega de todo elenco, sin el que sus ganas y buen hacer, hubiesen dado catastróficos resultados, siendo toda la puesta en escena tan conceptual, en todos los niveles, soportada únicamente en algo tan importante como el capital actoral.
Crítica realizada por Ismael Lomana