El Teatre Borràs acoge una nueva puesta en escena de Master Class que, por varios motivos, es distinta a todas las demás. La elección de María Bayo para interpretar al personaje principal resulta un acierto que supera cualquier expectativa. Marc Montserrat-Drukker sorprende con la que quizá sea la propuesta más adecuada para el original de Terrence McNally.
Nos encontramos ante una obra con más de dos décadas de vida que se ha representado con cierta frecuencia a nivel internacional. Un culminante alegato del sacrificio que toman las personas que se convierten en portadoras y defensoras del arte, en este caso la ópera. Esta parte funciona muy bien a día de hoy. En un momento en el que parece que todo vale, que la mismísima Maria Callas aparezca en escena y nos explique que el valor del esfuerzo y el trabajo de este amplio sector profesional no es equivalente a cero ni, por tanto, gratuito resulta tan reivindicativo como esclarecedor. Incluso esperanzador. En este sentido la traducción de Ignacio García May resulta especialmente relevante. Consigue marcar la personalidad y el contraste de (y entre) todos los personajes, especialmente del principal.
La escenografía de Jon Berrondo transforma el escenario en el centro del auditorio de la Juilliard School. Un decorado que recrea con bastante fidelidad el espacio original y que a la vez sabe recoger los requerimientos de la puesta en escena. Así las proyecciones de Joan Rodón y la excelente iluminación de Kiko Planas. Este último conseguirá con el alumbrado del patio de butacas que la sensación de estar asistiendo en primera persona a lo que sucede ante nosotros se mantenga durante toda la representación. Entre todos facilitan que los recuerdos de la protagonista invadan la escena y con un hábil posicionamiento de los intérpretes y el uso de pantallas e imágenes, nos trasladaremos también a La Scala. Hay cierta teatralización de unos hechos históricos. El presente de la función nos sitúa en Nueva York, en 1971, pero como decíamos, no nos quedaremos ahí. Mención para el vestuario de Miriam Compte y la caracterización de Toni Santos. Especialmente en el caso de Bayo, pero también del resto de intérpretes, su labor ayuda a concretar y a marcar la personalidad de todos ellos.
Otra parte de la pieza, quizá la más importante, es la de mostrar el pulso que parece mantener el libreto consigo mismo para contrastar la exaltación del personaje pero sin renunciar a plasmar toda su humanidad y carácter. Sus porqués. Algunos toques biográficos, su época de juventud como patito feo, su relación con las rivales y con alguna de sus parejas… A día de hoy sorprende cómo se muestra su etapa con Aristóteles Onassis, quizá por la grosería con la que se caracteriza al personaje masculino. Excentricidades dentro de una pieza que sí triunfa en el enaltecimiento de un ser más frágil de lo que parecía y que se expresaba mejor a través de la música que de las conversaciones. Precisamente, la decisión de interpretar las piezas en directo hace avanzar la historia y el desarrollo de los personajes de un modo muy cercano al teatro musical. Esta es la gran aportación de Montserrat-Drukker. En este sentido, sorprende el uso de micrófonos (incluso contradiciendo alguna de las líneas de diálogo), aunque nos parece comprensible teniendo en cuenta las dimensiones del teatro y el esfuerzo vocal que supone realizar seis funciones semanales. La sonorización de Joan Ballbé es, eso sí, perfecta.
La presencia de María Bayo no es sólo un requerimiento del director. Es una necesidad. Una soprano con trayectoria internacional que realiza un debut en la interpretación teatral tan valiente como arriesgado. Y exitoso. Bayo no hace de sí misma sino que se transforma en Maria Callas. Resulta muy emocionante escucharla defender su disciplina artística con vehemencia y sensibilidad. Ha de ser dificilísimo mantenerse en un registro vocal que en cuestión de segundos exige interpretar arias operísticas e interrumpirlas para dar una clase y explicar hablando los matices y los motivos. La soprano avanza y crece con su personaje a través de las partes cantadas y sobresale especialmente en su articulación y elocución. La entrega también es física. Sabe como utilizar la inseguridad que pueda sentir al expresarse hablando (algo que comparte con su personaje) para dotar de fuerza dramática a su trabajo e incluirlo y naturalizarlo en su interpretación y escucha siempre a sus compañeros en escena. Realmente nos da una clase magistral a todos los presentes. Y demuestra un compromiso e identificación con el material que se trae entre manos admirable.
En cuanto al resto del reparto, muy acertado Pau Baiges, tanto en su interpretación de Manny como en su desempeño como director musical en escena. Júlia Jové juega muy bien con su Sophie y Ezequiel Salman hace lo propio con Tony. Anna Alborch despunta por su rango vocal y por la firmeza en la construcción de su personaje.
Finalmente, destacamos de nuevo el esfuerzo, la entrega y el resultado de la interpretación de Bayo. Sin duda, su encarnación de La Divina cala muy profundamente en el espectador, que se olvida por completo de cualquier otra actriz a la que haya visto enfrentarse al personaje. También la aproximación de Montserrat-Drukker al terreno musical y la dirección de Baiges en este aspecto. Una puesta en escena que da voz (cantada) al personaje principal, algo que aporta todo el sentido y significado que el texto de McNally esconde tras sus réplicas y sus silencios y que nos parece descubrir por primera en este montaje.
Crítica realizada por Fernando Solla