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22.03.2018 Críticas  
Un artista auxiliador y filantrópico

La Seca Espai Brossa llega al cenit de su programación de esta temporada con Siempre a la verita tuya. Un espectáculo admirable por lo transversal de su relevancia y que sobresale por la abrumadora fusión de dramaturgia, dirección e interpretación. Manuel Veiga trasciende cualquiera de estas facetas para compartir con nosotros su genio y figura como artista auxiliador y filantrópico.

Un encuentro con Lola Flores. Poético y moral. Y un trabajo de dirección que hace brillar el de todos los implicados en la propuesta con una generosidad ilimitada. El texto que ha escrito Veiga es de muchos quilates. Por la cantidad (y calidad) de recursos estilísticos que utiliza y por cómo los agrupa para dar forma y contenido a lo que quiere decir. Por la elección y, por tanto, reivindicación del idioma caló. Por el trabajo de documentación y por su integración en el armazón dramático. Por cómo consigue evocar a un personaje referencial siempre a través de la historia de otros anónimos a los que quiere (y consigue) dar voz. He leído hace poco que se le ha comparado con Lorca y no puedo estar más de acuerdo. Con valentía y sin disimulo, ha situado su nivel de exigencia en lo más alto. Y nos ha conquistado. Teatro poético, político, social. Monólogo interior que es también conversación con un foco y una artista. Teatro de altos vuelos, sí señor.

La labor de Veiga como intérprete es excepcional. Su delicadeza para guiarnos por los sentimientos de este padre que no supo comprender a su hijo a través del duelo y la embriaguez nos agarra de un modo inmediato y progresivamente nos provoca una congoja que consigue que nos sintamos tan expuestos como los protagonistas (el presente y el ausente). El fraseo, la naturalización del caló, el palmeo, el taconeo, ese giro de muñeca con los dedos índice y medio levantados tan de las Flores, las manos, la planta. Y, ¡ay los ojos! Una mirada que se vacía pero por la que transcurre el torrente alusivo del texto y mediante la que se entrega hasta obtener la condonación de la pena del personaje. Consiguiendo nuestras lágrimas más sentidas que, en sus propias palabras, son como “lunares derramados en un pañuelo”.

En última instancia, participamos de la laceración de Curro y de su desgarramiento de carnes y entrañas a la vez que asimilamos la realidad de un pasado del que no somos tan foráneos. Una interpretación decisiva e imprescindible en la que he encontrado todo aquello que puedo buscar cuando me acerco a una función teatral. Una verdadera lección de vida para todos los que aprehendemos y confirmamos nuestra propia identidad a través de las experiencias vitales que obtenemos de momentos escénicos como el que nos ofrece Manuel. Ser público activo y participante tiene mucho de transformista y, aquí, la empatía y cercanía son rotundas.

El espacio escénico de Jar Teatre juega a la perfección con todas las posibilidades del texto. Esa pantalla de hilos que se nos antojan de mantón de Manila y sobre la que se proyecta el vídeo de José Jiménez (muy bien dosificado su uso, por cierto) viste muy bien la propuesta. Mucha atención al diseño de sonido de Amadeu Solernou y al vestuario de Laura Cardoso. Voces y música que conviven muy felizmente. El traje de color verde resulta todo un hallazgo que dota de personalidad a los personajes de Curro y su hijo, algo muy impactante teniendo en cuenta la ausencia del segundo, Corpórea a la vez gracias a ese maniquí y al uso que Veiga hace de él.

El diseño de iluminación de Josep Maria Cadafalch es básico para que todo suceda según lo previsto por la dramaturgia. La Faraona no será el cuerpo hacia el que apuntan todos los focos, sino que se ha transformado por gracia del autor en un potente cañón lumínico. El que alumbra a Curro y el que le aportará su porción de luz dentro de la noche en la que vive su pesadumbre. Una solución en apariencia sencilla pero cuya ejecución permite que el homenaje se realice de un modo tan insólito como culminante. Lola como la luz que comparte su arte, la que abriga, la que recoge, la que protege y la que salva. Como tránsito. De lo masculino a lo femenino. De transformista a excarcelado. En un contexto tan intransigente como es el franquismo la coyuntura evocadora nos parece una solución escénica triunfante. Una divinización alegórica que es todo un hallazgo. Y la escala cromática utilizada, con predominancia del rojo (que contrasta también en las paredes de la sala), muy significativa.

Finalmente, aplaudimos de nuevo y una vez más a Veiga. Su talento para situarnos en un terreno en el que la libertad de género, sea el que sea, manifestada artísticamente a través de la corporeización idólatra, tiene cabida es un regalo de valor incalculable. Su atribución y establecimiento como privilegio de unas almas perseguidas y aquí recuperadas confieren al creador la cualidad de honorable. Un espectáculo al que debemos no sólo asistir sino agradecer su albedrío misericorde tanto de su concepción dramática como de su alcance sensitivo e inteligente. Gracias a él veremos a Lola, a través de sus ojos y del calado de su obra, situándola en el contexto artístico e histórico en el que todos deberíamos ubicarla y reconocerla. ¡Bravo!

Crítica realizada por Fernando Solla

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