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05.03.2018 Críticas  
La comida de la resistencia

La Perla 29 nos acerca al universo ideológico de Arnold Wesker y lo hace con un texto que cuestiona la posibilidad de entendimiento entre los ideales, especialmente políticos, y la situación socioeconómica del portador de los mismos. La puesta en escena dimensiona con éxito tanto el factor filantrópico como el más alegórico y usa con perspicacia las unidades de tiempo y espacio.

Dos acontecimientos históricos enmarcan el contexto temporal de esta obra de teatro: la manifestación antifascista que tuvo lugar en el East End londinense en 1936 y el alzamiento anticomunista de Hungría de 1956. El enfrentamiento de los semitas habitantes del barrio y el cuerpo policial (antes que con los propios fascistas) será el primer choque ideológico para una familia obrera y sus más allegados. Distintas generaciones que vivirán el ocaso idealista de un modo más intrínseco o contemplativo y cuya militancia irá perdiendo peso frente al desencanto vital. Y sin embargo, no nos encontramos ante una obra histórica o esencialmente política sino que lo primordial es cómo nos modifica el paso del tiempo. En nuestro ideario y nuestras relaciones interpersonales. El matrimonio, la maternidad, la paternidad, la fraternidad, el compañerismo, la camaradería, la solidaridad… Todo plasmado sin un juicio sentencioso y sin dictaminar pero con una capacidad de profundización y análisis muy emocionante.

Ferran Utzet y Llàtzer Garcia han versionado la obra y la han dividido en tres grandes bloques que se representan en un único acto, algo muy importante y que en esta puesta en escena cobra especial relevancia y dota a la función de un ritmo muy adecuado. El primero ha dirigido la pieza con una cordura y sensibilidad apabullantes y ha conseguido lo más difícil, que es convertir en protagonista al tiempo. Sin desvelar detalles indiscretos lo ha logrado (principalmente) a través de la delimitación de lo que ocurre dentro y fuera de escena, es decir del hogar de los protagonistas y de los objetos que lo ocupan. Las barricadas del mobiliario doméstico nos recibirán al entrar a la Biblioteca de Catalunya para, progresivamente, ir ocupando el reducido espacio escénico (bravo por los regidores Marc Serra y Carles Algué). Por lo menos el físico, ya que el imaginario y evocado es muy vasto e inmenso. Todo esto, orquestando al milímetro hasta el mínimo cambio. El cómo es una de las grandes sorpresas del montaje.

Esto sirve también para que Utzet le de otra vuelta a la ductilidad y cercanía del espacio, seña de la casa. Pura maravilla y mágica la escenografía de Josep Iglesias que sirve, además, para delimitar el recorrido de todos los personajes dentro y fuera del hogar a la vez que se dibujan fachadas, ventanas, incluso la cocina en la imaginación del espectador. Los distintos objetos de utilería visten (y desvisten) la escena y connotan la época y contexto social de los personajes, así como el inspirado vestuario de Annita Ribera. La iluminación de Guillem Gelabert aporta calidez o frialdad en función de si el momento es más interno, es decir, de cara a lo que le sucede y siente el personaje o externo a él. Un expresivo y perfecto sonido de Damien Bazin aporta vida a las acciones y sonidos cotidianos. Muy buen uso de los micrófonos en escenas muy concretas y espectacular la transformación familiar en una banda musical en un momento muy determinado. A destacar también la elección de la banda sonora. Entre todos consiguen un gran envoltorio que es, a la vez, el gran protagonista de Sopa de pollastre amb ordi.

Y los ingredientes, siete y de calidad suprema. Cada personaje realiza un recorrido distinto y cada intérprete consigue mostrarlo tanto a través de lo que dice como, y muy especialmente, de lo que no. Aprovechando que texto y versión les permiten a todos explicarse y mostrarse, la entrega, verdad y cercanía son privilegiadas. La complejidad del movimiento escénico y el trabajo gestual no ha afectado al calado del texto. Josep Sobrevals y Maria Rodríguez transmiten el idealismo inicial y el progresivo desencanto y consiguen mostrar el desasosiego y hastío interior de sus personajes de un modo muy particular. Voz y mirada (sutilidad, elocuencia y expresividad a raudales) es lo que utiliza Ricard Farré para actuar todas las capas del proceso del suyo. Míriam Alamany también muestra toda la progresión con una muy bien actuada perdida de energía, prueba de la fatiga y extenuación por el paso de los años. El trabajo de Lluís Villanueva es impresionante. Consigue dotar de humanidad y evitar el juicio hacia su personaje mostrando toda su gama de grises. Tremendo trabajo. Màrcia Cisteró es la resistencia personificada en una muy compleja, delicada y entregada creación. Y Pol López vuelve a sorprender, interpretando las distintas edades de su personaje y las profundas etapas existenciales de un modo abrumador. El paso implacable del tiempo y todas sus consecuencias se van apoderando de su rostro, escena a escena. Es muy reconfortarte para el espectador ver como siempre aporta algo preciso, obra tras obra, sin repetir nunca personaje. Su escena final con Cisteró es oro puro. La persuasión personificada.

Todos ellos consiguen que lo que se podría reducir a una historia de desmembramiento familiar se multidimensione y nos permita ver el desarrollo personal e ideológico de cada uno de ellos en particular. Espectacular trabajo, extensivo además al movimiento y gesto. Algo que durante toda la obra y, especialmente, en el tramo final desarma, encandila y conmociona a partes iguales. Siete grandes interpretaciones. Y un enorme director escénico (y de actores).

Finalmente, nos encontramos ante un título y un autor que no se suele representar con la misma asiduidad que otros considerados de repertorio. Quizá el montaje que nos ocupa despierte el interés suficiente, tanto del público como del gremio, y consiga que esto cambie. Algo que no es para nada descabellado, ya que tanto por el texto elegido como por la versión que han realizado Garcia y Utzet (y por el tremendo ejercicio de profundización tanto en la forma como en el contenido), Sopa de pollastre amb ordi impresiona por la fuerte carga humanística que predomina por encima de todo lo demás.

Una puesta en escena muy a tener en cuenta para comprender el porqué del teatro a día de hoy.

Crítica realizada por Fernando Solla

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