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23.02.2018 Críticas  
Belleza en la monstruosidad

Llega al Teatre Nacional de Catalunya esta esperadísima producción propia junto a la Factoria Escènica Internacional, de la archiconocida novela de Mary Shelley Frankenstein. Una historia que, a pesar de ser especialmente conocida, uno no se quiere perder. De hecho, la curiosidad por conocer el resultado de esta versión, quizá sea su mayor atractivo.

Su directora, Carme Portaceli, ha visionado un formato íntimo y minimalista para este texto que profundiza tanto en el ser humano como en su condición. Centrada más bien en exprimir a los actores para conseguir unos personajes intensos, enfoca con la sencillez que les rodea la fuerza del carácter y la personalidad de los mismos.

Víctor Frankenstein es un científico, un creador, que no se quiere responsabilizar de su creación y a la que expulsa y abandona nada más dotarla de vida. La criatura, un hombre construido de pedazos de otros seres humanos tiene que aprender a la fuerza a sobrevivir en un mundo que no conoce y en el que no es aceptado por tener un aspecto físico diferente al resto. Por suerte, es acogido por De Lacey, un hombre ciego, que destaca por su gran humanidad y con quien aprende a hablar, a leer, a escribir y a conocer parte del mundo exterior, ese que no le acepta. Pero la maldad inherente en el ser humano hace que, finalmente, lo que parecía que podía ser una existencia feliz se tuerza y que la criatura desarrolle todo su odio contenido que es el que le impulsará a destruir a su creador, el que le abandonó, el que le ha obligado a conocer el sufrimiento.

A grandes rasgos, esta es la historia de Frankenstein, del original de la escritora así como de la versión en teatro que ha realizado Guillem Morales. Muy centrado en la parte de las emociones, la obra se erige sobre los caminos opuestos del creador y la criatura. El camino de la luz a la oscuridad de Frankenstein y el contrario, de la oscuridad a la luz, del llamado monstruo que aprende a amar a pesar de todo. Y como en toda buena tragedia, la destrucción es la única solución al odio que mutuamente se profesan.

Todo esto lo ha creado la Portaceli sobre una escenografía básica que ha ideado Anna Alcubierre y que ha llevado a cabo Pascualin, donde existe el sillón del científico, la máquina de crear (que solo aparece al principio y al final), un oculto estanque de agua (que entendemos como elemento básico de vida), una cinta transportadora por donde pasan los personajes en ocasiones y por donde aparecen y desaparecen a lo largo de escena y un fondo donde se proyectan, entre otros, audiovisuales diseñados por Miquel Àngel Raió del bosque donde Frankestein empieza su vida. En momentos concretos aparecen desde el techo una lámpara, y algún elemento más (como las manzanas para comer o el espejo donde se verá por primera vez la criatura). Y poco más. Como decía al principio, sencillez extrema para unos personajes profundos. Limpieza y nitidez en contraposición con lo emborronado de sus interiores. Y una caracterización excelente, la del monstruo y sus cicatrices, a cargo de Laura Pérez.

Este montaje se centra principalmente en ellos y aunque Àngel Llàcer interpreta impecable un sentido y turbado Dr. Frankenstein, Joel Joan es sin duda alguna el ‘monstruo’ sobre las tablas, nunca mejor dicho. Su evolución dando vida a un personaje infantil pero maduro, que odia y ama con la misma capacidad, que sufre pero que desea infligir dolor es sobresaliente. Su comienzo donde apenas puede caminar ni hablar y que va encorvado, hasta el acto final donde ajusta cuentas con quien le ha dado vida, pasando por ese proceso de crecimiento de infante a adulto en poco más de dos horas es loable. Una perfecta ejecución de su personaje que consigue generar el más oscuro de los sentimientos entre el público a la par que la más profunda de las simpatías o el miedo más terrible. Su convulsionar, su caminar, su bramar en dolor y, a la vez, ese proceso de cambio definitivamente demuestran su capacidad actoral y la confirmación de que a Joel Joan le puedes dar lo que quieras, que va a bordarlo le echen lo que le echen.

Pero todo el equipo artístico está a la altura. Además de Llàcer que en la parte dramática se desenvuelve como pez en el agua, otro de los puntos sobresalientes de la función es Lluís Marco en el papel del padre de Frankenstein y, especialmente, en el del dulce y tierno ciego De Lacey. Un actor con carrera que sobradamente ha demostrado su buen hacer sobre las tablas. Magda Puig en el papel de Elisabeth, la prometida, Albert Triola en el del amigo Henry, Pere Vallribera como el hermano pequeño William y Alba De la Cruz como la compañera de la criatura completan un elenco en el que no hay queja alguna sino todo lo contrario. Complementan y suman el reparto, dándole homogeneidad.

La escena final, como si quedara abierta a una futura segunda parte de este Frankenstein tiene una gran fuerza y nos remata una de las lecciones que esta novela quiere enseñar: toda acción tiene consecuencias; toda acción reporta responsabilidad. Es lo que tiene el teatro, que te hace crecer intelectualmente y que moralmente te puede enseñar. Pero es que además, entretiene y se disfruta. ¿Que más se puede pedir?

Crítica realizada por Diana Limones

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