L’hostalera vuelve a la Biblioteca de Catalunya. En su segunda temporada, la versión de Pau Carrió del original de Carlo Goldoni supone una presencia escénica cuyo significado y aportación va mucho más allá del pulso que suelen mantener los ciclos de exhibición y la demanda del público.
Mismo espacio y mismo texto. Sin embargo, la optimización de unos puntos fuertes que son todavía más sólidos convierten un espectáculo excelente en algo todavía más extraordinario. La vigencia del original ya quedaba fuera de toda duda, pero el acercamiento a un texto y a una estética muy concretos parecen haber encontrado el punto de cocción idóneo para seducirnos una vez más y convertirse en una de las mejores funciones que pueden verse a día de hoy en nuestra cartelera.
Cómo casar el asunto individual y subjetivamente existencialista con la cuestión de género. Herencia, hábito, juego amoroso y pulsiones varias. La cuestión de clase social y cómo el proletariado se fija en la nobleza, burlándose y aprovechándose a la vez. Carrió ha sabido cómo plasmar el apasionamiento de todo el embrollo mostrando las dobleces y costuras de todos los planteamientos y posicionamientos, anverso y reverso. La escenografía de Sebastià Brosa y Carrió nos sitúa entre carteles de películas de Federico Fellini, así como el vestuario de Sílvia Delagneau y la caracterización y peluquería de Helena Fenoy y Marta Ferrer. Todos nos sentaremos a las mesas del hostal de Mirandolina y realmente nos sentiremos sus huéspedes. La iluminación de Raimon Rius sobresale en este aspecto ya que no habrá oscuro escénico y todo sucederá a luz de foco. Como un gran abrazo.
Hay un gran trabajo de adecuación espacio temporal. Aunque viajemos a ese ambiente (para la mayoría de nosotros evocado o imaginado a partir de los filmes de la época) no sentiremos en ningún momento que nuestra mirada se traslada al pasado. Teniendo en cuenta que el texto de Goldoni es del siglo XVIII, la contemporaneidad de las inquietudes humanas se ha sabido escenificar con maestría. El actual reparto tiene mucho que ver, ya que las interpretaciones de todo el conjunto son más que sólidas. Personajes que, en esta ocasión, superan el anonimato de los roles que representan hasta erigirse en personalidades y efigies emblemáticas tanto de su autor como del teatro de Carrió y, por supuesto, de la casa.
El director ha mantenido las directrices hacia el equipo artístico consistentes en captar la obstinación y renuncia hacia la pérdida de libertades y la responsabilidad individual (hacia el prójimo y hacia nosotros mismos) de nuestras emociones en la toma de decisiones románticas. También el significado que nos aporta la vida en común y la subsistencia y duración del afecto, la estima y el enamoramiento y capricho. Todo puesto en tela de juicio. Y de nuevo, gracias a un electo eminente y definitivo. Definitorio de cada personaje.
La aportación de Oriol Guinart y Jordi Llovet consigue un juego entre el Marqués de la Flor de Albarracín y el Sr. Albafiorita tan divertido como alejado de la caricatura gratuita. Lo mismo en su interacción con el resto de personajes. Júlia Barceló mantiene esa dicción potente que capta nuestra atención a través de la elocución de su Hortensia y Alba Pujol se crece y hace grande con una Dejanira cómplice y desternillante. Una evolución, de intérprete y personaje, espectacular. El Fabrizio de Pau Vinyals Dalmau supone una sorpresa mayúscula. Tierno y tronchante, gamberro y cómplice. Clásico y contemporáneo a la vez. Sus escenas con Mirandolina son realmente un triunfo. La profundidad que Ernest Villegas infunde a al Sr. Ripafratta no tiene fondo. No en vano el nombre de pila de su personaje es Marcello. El actor sabe captar la esencia cómica del texto pero, especialmente, esa melancolía que desprendían los personajes de Fellini llevándolos a su terreno en todo momento. Todos los estados de ánimo y su progresión calarán en el espectador gracias a su labor. Y, por supuesto, Laura Aubert. Estandarte del desarrollo de L’hostalera. Magnífica interpretación que lo recoge absolutamente todo. El juego de miradas cómplices que establece con el público, el dominio de la escena y los distintos registros. Su gestualidad y dicción. Una Mirandolina para el recuerdo. Un sueño que se vive a tiempo real y que nos acompaña mucho después de abandonar el recinto.
Finalmente, L’hostalera se convierte en un acontecimiento imprescindible de esta y cualquier temporada. Por la puesta en escena y por el material de partida. Y, sobretodo, por unas interpretaciones que transmiten una humanidad y generosidad ilimitadas para con los personajes y el público. Un gran trabajo de Pau Carrió y toda la compañía.
Crítica realizada por Fernando Solla