El Gran Teatre del Liceu acoge por primera vez al Eifman Ballet y la conmoción tras el estreno no puede ser más evidente. Anna Karenina es una pieza sublime donde la catarsis y el colapso se enfrentan a uno de los pulsos más reñidos y estimulantes que se pueden dar sobre un escenario.
Boris Eifman triunfa tanto en el diseño de su ballet como en la dirección de su compañía de 36 bailarines. La adecuación y la capacidad para plasmar en movimiento no sólo el armazón argumental sino las reminiscencias psicológicas, los instintos y su desarrollo psicosomático, la fatalidad del destino, la aparición puntual de objetos de utiliería dentro del espacio escénico y su interacción con la coreografía y los intérpretes son apabullantes. Punto de vista, intención, tensión, sensibilidad, crudeza, juicio de valor, remordimientos… Todo está ahí. La mejor lectura posible de la obra original de Lev Tolstói. Nunca a la protagonista titular se la ha entendido (y atendido) tan bien como aquí. Sus tribulaciones existencialistas toman en este espectáculo las riendas de una coreografía que también se ocupa de Karenin y Vronsky, los dos protagonistas masculinos. El balance de la presencia de los tres, individual y en compañía es sublime. Los números corales como la fiesta de disfraces o ese apoteósico final quedan ya cincelados a fuego en la memoria histórica de la casa. Cómo los bailarines se convierten en figuras de la sociedad u objetos como el tren final es indescriptible. Precisamente, la presencia ferroviaria como leit motiv está muy bien tramada, incluso en la escenografía. También la elección de las piezas de Chaikovski y su integración con la coreografía. Una explica a la otra y viceversa, pero nunca se mostrarán esclavas entre sí. La dirección musical de Conrad van Alphen, perfecta.
Ríos de tinta se podrían utilizar para describir el trabajo de Maria Abashova, Oleg Markov y Oleg Gabyshev. No sólo embajadores sino cuerpos privilegiados que se transforman con la coreografía. El impacto que provoca su actuación necesita procesarse durante un tiempo que va mucho más allá del de la representación y, por supuesto, superan cualquier valoración que se pueda hacer. Técnica impecable por no decir invisible. Como las pasiones que recrean no se ve pero se siente como propia. Sensibilidad y adecuación. Herramientas de oro macizo. Abashova nos mantiene en suspenso desde su primera aparición y siempre nos transmite la incertidumbre de su personaje hasta arrastrarnos con ella hacia el final de su personaje de un modo desgarrador y, sin embargo, hermosísimo. Domina el ritmo in crescendo que debe aportar a su personaje. Lo mismo sucede con Markov y Gabyshev, que consiguen explicar a sus personajes en primera persona cuando toca y en segunda cuando es el punto de vista de ella el que predomina. Su número a tres es avasallador y el acompañamiento que ambos realizan de ella muy generoso. Abashova demuestra un talento aéreo asombroso. Juntos nos regalan solos, duetos y tríos de ensueño.
La escenografía de Zinovy Margolin juega un papel imprescindible y muy delicado para que la idea de Eifman se lleve a cabo con éxito. En combinación con la no menos precisa y sensible iluminación de Gleb Filshtinsky consiguen crear la atmósfera perfecta y delimitar el espacio idóneo para que la convivencia entre el mundo interior y exterior de Anna, Karenin y Vronsky se den lugar y se desarrollen, alternen y combinen ante nuestros ojos con un ritmo entre encadenado y pausado, en función de los requerimientos de cada momento. El interior y exterior, es decir, la vida privada o doméstica y la pública. Un trabajo que consigue aprovechar las ventajas de contar con un espacio escénico inmenso para mostrar, precisamente, los momentos más íntimos. La utilización del aire escénico encuentra aquí una comprensión total de los requerimientos del coreógrafo. Gracias a Filshtinsky el dueto encadenado de Anna y Vronsky, ella al fondo y él en el proscenio, consigue un impacto estético increíble, así como un reflejo cristalino de ese espacio que separa a los dos personajes. A destacar, también el uso de telones y cortinajes, su uso, forma y texturas.
El vestuario de Vyacheslav Okunev no se queda atrás. Es muy importante para Anna Karenina que los diseños de las piezas faciliten esta transición y ruptura de lo clásico para que se evidencie el punto de vista contemporáneo que se muestra sobre las pasiones y el enfoque psicológico de los personajes. Ocultando el cuerpo y la técnica para mostrar los movimientos y la dramaturgia en forma de coreografía que se hace del texto de Tolstói, por un lado. Por el otro, dotando no sólo de clase social sino de carácter y facilitando el desarrollo narrativo de todos los personajes. En las escenas en las que toda la compañía está en escena, el cromatismo es espectacular. También las texturas. Negros y grises. Claros y ocres. Granates y púrpuras. Una labor de orfebrería, que en conjunción con la iluminación se torna en algo realmente mágico y dramático.
Finalmente, Anna Karenina se convierte en una ocasión privilegiada para comprender que la evolución de una disciplina sólo es posible cuando se han asimilado y, por tanto, trascendido los fundamentos clásicos de la misma. El ballet no es ni clásico ni contemporáneo y admite múltiples aproximaciones, enfoques y descodificaciones genéricas. Sobre el papel, y bien desarrollada, esta idea puede parecernos válida. Sobre el escenario, hacía falta la visita que Boris Eifman para convertirse en ejemplo y modelo de esta gran premisa en la que se ha convertido su espectáculo.
Crítica realizada por Fernando Solla