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07.12.2017 Críticas  
La imposible y absurda lógica existencialista

El Teatre Romea se convierte en una suerte de foro romano para acoger la puesta en escena de Calígula que Mario Gas ha realizado a partir de la inquietante y estremecedora visión sobre el personaje con la que Albert Camus sacudió el arte dramático allá por 1944.

Qué difícil empresa y qué buen resuelto todo. Nos movemos por un terreno atemporal pero alegóricamente muy concreto, tanto como lo es la crisis existencial del protagonista. Todas las disciplinas que intervienen en el resultado final han entendido perfectamente y al unísono tan complicada nota de dirección. Empezando por la traducción de Borja Sitjà, que consigue que ubiquemos las réplicas y el fondo del protagonista principal en la actualidad política y humana más absoluta sin hacer de la evidencia u obviedad un lastre.

La dramaturgia y dirección de Mario Gas es más delicada y sutil que en otras ocasiones, sin perder por ello un ápice de ingenio, perspicacia o agudeza. Los cuatro actos del original los recibimos en un intenso y profundo bloque que irá evolucionando mientras dura la representación. Muy bien delimitadas las escenas por unos tajantes fundidos a negro. El pulso que mantiene Gas entre el ritmo, la complejidad y múltiples capas del texto y un sugestivo, resplandeciente e intuitivo uso del anacronismo se salda con un ecuánime resultado. Siempre a favor del texto y del protagonista principal. No en vano, Calígula es una pieza en la que el autor se vio altamente influido por los estragos de la 2º Guerra Mundial y con la que volvió la mirada al S. I. Gas y Sitjà nos lo sirven como si se hubiese escrito ayer, manteniendo su naturaleza tan particular como escalofriante y, a la vez, conmovedora. Es la crónica de un suicido cuyo intrigante principal es a la vez víctima y verdugo.

Así lo han entendido la fulgurante escenografía de Paco Azorín y la específica y concreta iluminación de Quico Gutiérrez. La perspectiva y el punto de vista son muy importantes en esta obra. Lo que en una puesta en escena convencional sería un fondo de decorado, se transforma aquí en una plataforma inmensa. Un adoquinado que reproduce los curvaturas y abobados de entonces conformando un piso o suelo con una inclinación vertiginosa que precipita a los intérpretes hacia el público. El plano lumínico cenital es muy importante. Iluminación en perpendicular que nos ofrece un campo de visión de arriba hacia abajo. Ambos, Azorín y Gutiérrez, nos sitúan en un punto óptimo para la confrontación con estas ideas sublimadas que se presentan en la pieza.

El director arriesga mucho en su trabajo con los intérpretes. Tenemos a un protagonista categórico y a ocho intérpretes que lo acompañan en escena. De un modo insólito, Gas ha decidido que el ímpetu en las interpretaciones sea directamente proporcional al nivel de profundización en relación al ideario defendido por el personaje titular. Esto provoca que el tono utilizado pueda desconcertarnos en muchos momentos, pero si atendemos percibiremos la progresión. No se puede mostrar mucho vigor teniendo en cuenta que los personajes secundarios tardan cuatro años en mover ficha, en contraste a la actitud firme y contundente de nuestro protagonista desde la escena inmediatamente posterior a la introducción. Buen trabajo de todos, especialmente de David Vert, Mónica López, Borja Espinosa y Bernat Quintana, que interactúan algo más con Calígula.

Y llegamos a él, un Pablo Derqui magnífico. O luna o muerte. O lo imposible o la nada. Así es su interpretación. No valen medias tintas. Portentoso trabajo. El actor tiene una primera escena para mudar de su pesadumbre inicial a la rotundidad posterior. Nos lo muestra TODO. Entiende que en el existencialismo prima la experiencia subjetiva sobre la objetividad. No se limita a mostrar a un hedonista porque sí (el Calígula de Camus no es así) y engrandece un texto del que parecía imposible mostrar todas las capas. Toda la profundidad y turbación que pueda mostrar el tirano están en su interpretación, también las consecuencias de sus acciones y, sobretodo, de las ideas. Una adecuación y trabajo físico impagables. Una energía electrizante. Un timbre vocal y un tono interpretativo perfectos y adecuados que marcan el ritmo de la función. Y una pericia y desparpajo para los momentos anacrónicos (Bowie incluido) para el recuerdo.

Las interpretaciones saben aprovechar el trabajo de caracterización de Toni Santos y el vestuario de Antonio Belart. Blanco para los supuestos bondadosos y negro para los aparentes tiranos con sus convenientes modificaciones. Redondeado por el espacio sonoro y la música original de Orestes Gas, es necesario volver de nuevo a los anacronismos. Sin querer desvelar qué figuras se utilizan, Gas juega una baza muy inteligente en este terreno eligiendo a dos malvados o villanos de la cultura popular a los que hemos idealizado y vanagloriado por diferentes motivos. El contraste y significado que aportan a las características del personaje titular son tan impagables como elocuentes. Que se use el momento Aladdin Sane de Bowie resulta muy significativo. No nos olvidemos que este álbum fue el primero que el artista publicó cuando una vez consolidado su estatus de estrella pop. Ahí queda eso.

Finalmente, cabe destacar la madurez transversal del trabajo de Gas. Hay que ser valiente para enfrentarse a este texto, experto y capaz para montarlo con éxito y soñador e idealista para aportar una visión tan subjetiva como adecuada. Por todo esto y, de nuevo, por una interpretación de Pablo Derqui que provoca una auténtica conmoción, este Calígula será un montaje de referencia, recordado y admirado.

Crítica realizada por Fernando Solla

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