Nada. Tres días después del fallecimiento de su hermana y amante Drusila y de incesante búsqueda por parte de senadores, familiares y amigos, toda pregunta sobre el paradero de Cayo recibe la “nada” por respuesta.
Cayo, resucitado al tercer día como un nuevo Mesías, vuelve transmutado en Calígula, un ser torturado, déspota, despiadado y consciente de su poder que choca con la anterior visión que se tenía de él, tiñendo de (su) lógica y sangre (ajena) el escenario de arcadas romanas, que bien parecen nichos, obra de Paco Azorín y a la vez sobrio y práctico; muy inteligente su inclinación para permitir al público un buen visionado independientemente de la butaca asignada.
Desde la propia Roma, como ente colectivo, se cree que su ausencia del emperador se debe al dolor por la pérdida, cuando esa pérdida no es más que la llama que enciende la mecha que le permite, tras días vagando por el (desierto) campo y una profunda reflexión sobre la futilidad de la vida y la importancia de la trascendencia, mostrarse tal y como es, un tirano con sueños y anhelos. Creen que ha perdido la cordura, él afirma haberla encontrado y se la mostrará.
La interpretación de Pablo Derqui es, cuanto menos, soberbia y con una dicción maravillosa. Su actuación se eleva por encima del resto del elenco, en ningún momento sobreactúa, algo fácil teniendo en cuenta el perfil del personaje encarnado, y excepto su primera aparición, triste indeciso y con la voz excesivamente entrecortada y antinatural, no hay reproche alguno. Como tampoco lo hay para Mónica López ni Xavier Ripoll que aguantan los cara a cara con el emperador con solvencia y suficiencia. El resto del reparto muestra una interpretación forzada y teatral, más a la vieja usanza y no tan natural como la de los personajes principales.
Este Calígula renacido, ya nunca más inocente, dócil y manejable buscará lo imposible; tener la luna en su poder, sentir el suelo bajo sus pies, el canto de los grillos, el retumbar de cascos de caballos, el cimbreo de la espadañas y la poesía y las muestras de belleza inalcanzables que brotan de los versos. Para su nuevo objetivo en la vida dispone de las armas necesarias, “si el poder brinda una oportunidad a lo imposible en lo sucesivo mi libertad dejará de tener límites”. Se sentirá como un hombre libre, asesinará y torturará cuando considere oportuno, igualará en leyes, dolor y sufrimiento a patricios y pueblo llano, obligará a sus senadores a legar sus bienes al estado para recalcar, como bien le dijeron al volver de su corta ausencia, que lo importante es el tesoro público. Esa libertad por la que aboga y de la que hace gala, la falta de límites, la eliminación de las convenciones sociales, su propio endiosamiento, el sinsentido del amor, la amistad o la compasión, el amor por la vida aunque sea solo la suya, toda esa supuesta libertad de la que dispone le impide ser feliz porqué él precisa algo inalcanzable, con lo imposible. Haga lo que haga, arremeta con la lógica contra quien arremeta, asesine sin compasión a quien asesine, su ser torturado pide a gritos ese imposible, esa otra vida, su propia muerte. Valorando como valora la valentía es incapaz de quitarse la vida y reparte sufrimiento a su alrededor aún a sabiendas que no le dará lo que le falta, la nada y el todo.
Tengo que poner un pero y no es la música, aunque a veces encaja bien y otras abusa un poco del Mickey Mousing recalcando según que acciones o diciendo al espectador como debe sentirse, lo difícil de digerir y que fue protagonista negativo en los mentideros a la salida es cuando Calígula se muestra como un dios superior a los propios dioses vestido de Aladdin Sane y acompañado de la Máscara y el Joker de Heath Ledger, un despropósito. A la obra le falta mucha introducción de cultura popular como para justificar tal decisión.
Calígula es la historia de un suicidio, un suicidio tan elaborado, complejo y con tantos matices y aristas que quienes tienen que cumplirlo, en forma de asesinato, tardan cuatro largos y dolorosos años en encontrar tanto el arrojo para acometerlo como el momento de cometerlo. El único atisbo de felicidad que encuentra Calígula en su viaje por el absurdo lo vive en su último estertor, yaciendo moribundo en el suelo se pone en pie al grito de “¡Todavía estoy vivo!”. En ese preciso, a la par que precioso, instante es en el cual siente la vida y se siente vivo en su muerte. Ha sido capaz de alcanzar lo imposible.
Crítica realizada por Manel Sánchez