La Seca Espai Brossa recupera Y-X (o la fidelitat dels cignes negres), un espectáculo imprescindible se mire por donde se mire. Una pieza que no se conforma con desmenuzar los mitos o lugares comunes sobre el espectro sentimental y romántico, sino que además interpela al papel que tienen las artes escénicas en la fijación de su aprehensión social.
Tanto el texto como la dirección de Laia Alsina Ferrer resultan impagables. La necesidad y urgencia para manifestar sus inquietudes saben encontrar el camino idóneo para convencernos a través de la creación de un universo tan poético y conceptual como pragmático y popular. No tiene miedo en utilizar referentes que van desde los mitos románticos más considerados hasta los que de algún modo han podido impactar más en su configuración del espectro sensible particular. Además, la interpelación directa al público y la inclusión del aquí y ahora donde tiene lugar la representación (incluso de la sala) están perfectamente integradas en el conjunto.
Un conjunto transversal pero profundísimo que nos permite discernir cómo convertimos lo que situamos como referente “culto” en una realidad particular. La transición hacia una situación vital angustiosa (tanto para personajes-intérpretes en primera persona como para los anónimos evocados durante la representación) trasmite una angustia y desasosiego considerables. No tanto un desencanto como una renuncia a militar con depende qué cánones preestablecidos. Lo más destacable es que nunca se realizará un panfleto sino que todo transcurrirá a través de las distintas disciplinas artísticas que se confabulan en Y-X (o la fidelitat dels cignes negres).
Decir que los intérpretes realizan un trabajo excelente es una obviedad tras asistir a esta función. Pero es que su labor va mucho más allá de la adecuación al rol que les toca defender en cada momento. Se muestran a través de los estados anímicos que se presuponen a los poemas y fragmentos de texto con fidelidad a esa capacidad de Alsina Ferrer para hilvanar todo el conjunto. A la dificultad (vencida) de mantener siempre el registro adecuado se suma un trabajo físico y gestual (asesorado por Robert González) impresionante. Una coreografía del movimiento que se convierte en coprotagonista y que todos ejecutan y asimilan con un resultado pluscuamperfecto.
Aunque sería reduccionista e injusto quedarnos sólo con esto, hay que destacar los “juegos” que se establecen entre los personajes-intérpretes de Marc Joy y Martí Salvat, Andrea Portella y Josep Sobrevals y Martí Salvat y Cristina Arenas. Gracias a la progresión de todas sus intervenciones conjuntas (también de las individuales) la estructura en apariencia fragmentada se convierte en una dramaturgia perfecta. De la losa que puede suponer para un intérprete el poder llegar a cierto tipo de personajes por su físico (en el primer caso). De la progresión de las primeros momentos en la vida de pareja, la ocultación de las frustraciones y su desenlace violento y de género (magnífica la metáfora del estropajo), en segundo lugar. Y, por último, de la asimilación de la sumisión y el dominio de cada uno de los miembros en una interacción romántico-erótica dentro y fuera del texto. Precisamente, la sumisión al texto será la mayor fuente de desgracia (y alegría) para cada uno de ellos. Excepcional trabajo individual y de conjunto de los seis.
La escenografía (y vestuario) de Carlota Masvidal visten la propuesta con sensibilidad y magnitud ética y estética. Gracias a su trabajo, la propuesta consigue alcanzar la connotación filosófica de esta disciplina. Y es que se trata de eso, de indagar en la esencia y la percepción (sensorial y no) y de la belleza y sus manifestaciones artísticas. Lo que aquí veremos serán las dos cara de la moneda. Y que todo suceda con los elementos de utilería justos y sobre cenizas resulta todo un hallazgo. Visualmente el impacto es considerable y, de nuevo, la adecuación al tono de la propuesta es absoluta. Todavía queda espacio para un protagonista más. El trabajo de iluminación de Rubèn Taltavull se adhiere a la búsqueda del plano lumínico idóneo para recrear y situarnos en el espectro sensorial adecuado en cada momento. La interacción “en vivo” según las solicitudes, prácticamente inquisiciones, de los intérpretes está magníficamente cohesionado por el técnico de luces Mattia Rasputin.
Finalmente, Y-X (o la fidelitat dels cignes negres) nos persuade y embelesa a partes iguales. Por todo lo aquí descrito, resulta imposible apartar la mirada (y el oído) de lo que sucede en el escenario. Crea la necesidad en el espectador de mirar y de escuchar. Y de algún modo, nos hace cómplices de lo que les sucede a este grupo de intérpretes convertidos en personajes, ya que el papel del público (sus reacciones y preferencias llegado el momento de elegir uno u otro espectáculo al que asistir y así asegurar su permanencia en cartel) también determina qué es lo que vamos a ver en un futuro. Y, por tanto, nuestra configuración de la realidad a través de la propia sensibilidad para captar cualquier manifestación artística. La responsabilidad de ambos, artistas y espectadores, se muestra como una de las políticas sociales y culturales con una poética y sublimación excepcionales.
Crítica realizada por Fernando Solla