El Teatre Akadèmia nos tiene preparada una gran sorpresa para este final de temporada. Con One Arm la sala vuelve a programar a Tennessee Williams, pero esta vez una dramatización basada en una narración corta y posterior guión cinematográfico del autor. Un ejercicio de recuperación de una pieza inmensa. Una puesta en escena de una generosidad inconmensurable.
La dramaturgia de Moisés Kaufman parece recoger el testigo de todo el espectro de personajes y estados de ánimo que Williams nos ofreció pieza tras pieza. One Arm es mucho más que una obra de teatro. De alguna manera, parece como si una máquina del tiempo nos situara frente al escritorio del propio autor cuando se disponía a escribir su última obra. La que nunca pudo finalizar. El conocimiento y aprehensión sobre el corpus dramático y su figura es apabullante. Delicado, cariñoso y sórdido a la vez.
El reto de llevar a escena esta pieza es considerable. Es muy complicado poder captar todos los detalles, todas las carencias y cualidades de los personajes. Toda la conmiseración y misericordia. La dureza no exenta de belleza. Y aquí lo han conseguido. La traducción de Victor Vilca Méndez sabe cómo captar cada registro lingüístico para dotar de un carácter muy marcado a todos los personajes, tanto al titular como a los episódicos. Hay un trabajo muy importante en este terreno para adecuar a nuestro aquí y ahora y a la manera en que percibimos el teatro de este autor.
La dirección de Agustí Estadella es excelente. Asume desde el primer momento la estructura narrativa de Kaufman. Manteniendo a modo de acotación (verbalizada por los intérpretes) la escaleta del guión cinematográfico que se funde progresivamente en pieza dramática narrada, explicada en gran parte en tercera persona. Los personajes son, en gran medida, evocados, una dificultad añadida para dotar de ritmo y cohesión al conjunto. De algún modo mágico, Estadella consigue una inmersión del público completa y absoluta de principio a fin y una empatía hacia los personajes tan profunda como inquebrantable.
Esta calidez también se ve en la dirección de intérpretes. Un equipo de nueve actores que se convierten en estandartes del teatro de Williams. Todos se desdoblarán en varios personajes, a excepción de Carles Roig, que asume el rol de Ollie, boxeador ligero de la Flota del Pacífico que perderá el brazo tras un accidente automovilístico y con el suceso la capacidad de sentir. Curiosamente, descubrirá cómo impacta en las personas, especialmente en los hombres, tanto por su belleza helénica como por su capacidad para tocarles en lo más profundo de su ser.
Todos ellos transmiten en algún momento la sumisión o dominación tanto verbal como física en algún momento, tanto a nivel emocional como sexual. La verosimilitud en este terreno es excepcional, captando toda la complejidad y mezcla de emociones con un ritmo rápido y brutal que hará avanzar la historia en todo momento. Roig se sirve de la interpretación de todos sus compañeros para componer a un Ollie para el recuerdo. Tanto su adecuación física como interpretativa nos subyuga y nos sitúa siempre en su lugar, incluso en los momentos más difíciles. A destacar la coreografía del momento de boxeo, conjuntamente con Esteve Mulero (actor y asesor en este terreno). Impecable.
Sobre Joel Minguet recae la dificultad de ser narrador y personaje a la vez (la tercera persona está muy presente en el relato, algo que el actor resuelve mostrando una compasión y cercanía hacia el público excepcionales. A destacar la excelencia de Aurea Márquez en todas sus intervenciones, especialmente en el personaje de Amy (¡qué mirada la suya!). Isidor Barcelona nos emociona con su sensible Lester. Xavier Capdet y Eleazar Madeu (también ayudante de dirección) nos convencen con sus personajes, no siempre fáciles, y transmiten el choque con el protagonista en todo momento. Miquel Malirach y su seminarista aportan un gran momento de la función. Por último, destacar el breve pero excepcional encarnación de hombre maduro que nos regala Oriol Garrido. El juego de miradas que establece con Ollie hasta su entrega genuflexa es abrumadora. Desgarradora y sentida interpretación. Gran trabajo de los nueve.
Todos ellos aprovechan la estupenda caracterización que les ofrece el maquillaje y peluquería de Mireia Navarro. Así mismo, se hacen eco de la adecuación de un ingenioso y muy atractivo diseño del espacio escénico y la utilería de One Arm Group y José Marín. La iluminación de Roc Laín y Albert Pastor, a su vez, propician que nuestra imaginación recree la dualidad entre espacios físicos e interiores, amplificando ambos exponencialmente. Lo mismo sucede con el sonido de Enric Girona y la coreografía y movimiento escénico de Gemma Navarro.
Finalmente, gracias a todos los implicados en esta propuesta, tenemos la sensación de descubrir por primera vez a un autor, reconociendo a la vez todos los estados de ánimo de muchos de su amplio abanico de personajes crepusculares y decadentes, sí, pero sobretodo vivos. Un trabajo en que el amor y la empatía despiertan entre lo lúgubre, la provocación (nunca gratuita) y la fantasía. Un choque de sensibilidades muy bien plasmado a medio camino entre el miedo, la pérdida, el desprecio y, de nuevo, el amor y la comprensión entre los seres humanos y los cuerpos que ocupan.
¡Y qué última escena! Pura figuración teatral e imagen cinematográfica a la vez. Belleza absoluta. One Arm es un regalo, un lujo. Una ocasión privilegiada para descubrir(nos) a través de un autor que nunca habíamos conocido tan bien como aquí.
Crítica realizada por Fernando Solla