Me ha costado digerir lo que aconteció en la magnífica Umbral de Primavera hace ya un mes, por lo que me removió esta representación de La cena del rey Baltasar de la compañía Números Imaginarios, con versión y dirección de Carlos Tuñón, de un auto sacramental de Pedro Calderón de la Barca de 1632.
Esta demora en entregar este texto viene motivada, entre otras cosas, por una serie de sucesos personales que han ocurrido en la vida del que aquí escribe, y que tienen una gran relación con algunas de las cosas que cuenta este montaje.
Lo primero que debería comentar es que este texto es el primer auto sacramental al que me enfrento, y fue una de las grandes motivaciones para sentir curiosidad con respecto a un género abandonado en la actualidad, quizás por su marcado sentido adoctrinador en la fe cristiana, en unos tiempos en los que cualquier connotación religiosa provoca un gran rechazo, al menos mi parte, no ya por la enseñanza que destila, que va mas allá de cualquier creencia, sino por el papel que juega esa institución al frente de esa, digamos, causa. La cena del rey Baltasar se mueve en un terreno muy actual en los que todos nos vemos abrazados y arrastrados por tres de los anfitriones de esta cena, la Vanidad, el Pensamiento, y la Idolatría. Este hombre, Baltasar, nos recibe en su mesa, en un estado catatónico, somnoliento, apático, en lo que es una celebración que sentimos que él no siente como tal, porque aparentemente, ni siente ni padece. Es aquí donde toman la palabra, por él, una encantadora Idolatría, una afrancesada Vanidad, y un rebelde Pensamiento.
Una de las características de los autos sacramentales era el gran aparato escenográfico para la representación del drama litúrgico, y el trasladar el espacio escénico a espacios no convencionales, que en la época era todo aquello que no fuese un teatro o corral de comedias, en un claro referente a las actuales ‘salas off’. Solo en esta cena se cumple el espacio, dado que la mesa central en la que los doce comensales a los que se invita a la misma, y las sillas que la rodean con el resto de la audiencia, son los únicos elementos necesarios para el desarrollo de la acción, dando, como ocurre en la mayoría de estos casos, un peso mayor a la palabra. Y esto es así, Carlos Tuñón consigue contemporaneizar un texto del siglo XVII con su versión, en el que el uso del verso se siente tan natural que se va introduciendo en cada uno como el delicioso vino dulce de la cena, que va embriagando al espectador en una suerte de leve borrachera de baja graduación alcohólica, pero alta toxicidad afectiva.
He querido saltarme el relato de la dinámica de la representación en cuanto considero que cuanto menos se sepa de ella, mayor será el choque que se recibe al aproximarse a La cena del rey Baltasar por primera vez. Solo comentar que es tal la comunión que se genera entre todos los asistentes, que pocas veces vamos a sentir esa sensación en una sala. Yo perdí la noción espacial y temporal, y hasta que no se llega al final de la misma; un final puede que llegar a prolongarse el tiempo que consideremos necesario para recuperarnos de todo lo que, no ya lo que sucede en escena, sino lo que nos ocurre a nosotros en ella. Esta cena es un velatorio de cuerpo presente, una celebración del fin predicho de la vida de un hombre que lo tiene todo, lo ha disfrutado todo, y que, como todo, tiene un final.
Nacho Sánchez es el maestro de ceremonias de esta cena, quien da la bienvenida a la audiencia, y les aplica un lavamanos real y figurado en el que se nos invita a pensar qué es lo que último que hemos soñado y nos desea que este se convierta en realidad o en caso de ser una pesadilla, esta se pierda en los recodos del olvido. Nacho es un actor que todo aquello que emprende, logra transmitir una empatía brutal y yo aún no he presenciado nada en lo que no brille su presencia o interpretación. Si lo que sentí por Sánchez en un patio de butacas fue amor a primera vista, es lo que me ocurrió con Kev de la Rosa y su Idolatría. La amabilidad que desprende, el sentimiento que transmite en esos momentos en lo que repara que el objeto de admiración mutua que es Baltasar, llega al final de su existencia, es desolador. Pocos actores pueden hacer que un personaje tan difícil de interpretar, con este marcado sentido alegórico, dibuje tan bien lo abstracto y de corporeidad a este amor excesivo y vehemente.
Alejandro Pau interpreta a la Vanidad, uno de los bellos objetos de deseo, carnal y estético, de la corte de Babilonia. Alejandro sabe imprimir ese aire de inocencia pícara que necesita este eunuco, totalmente consciente de su ‘savoir faire’, y logra interpretar a un twink memorable. Lo mismo que ocurre con Enrique Cervantes interpretando al profeta David; es breve su presencia en La cena del rey Baltasar, pero su incursión recriminando su actitud al Rey, y actuando como negro oráculo de lo que va a acontecer, es de una fuerza y sensualidad (si, sensual, porque el momento en que es sometido por la Vanidad y la Idolatría tiene una fuerte carga erótica que hace que desees que es suplicio de este hombre se prolongue).
El ‘maldito’ Rubén Frías, recientemente ganador del premio de la Unión de Actores a mejor actor de reparto, es la voz del Rey Baltasar, el Pensamiento, un juicio que somete a un sujeto anulado como es el Rey, y que mas allá de ser el responsable de hacerle errar, y quizás, abocarle al fin de sus días, es el encargado también de proteger al individuo, de mantenerle anestesiado con buenos propósitos e imágenes, para que estos sean los últimos dulces momentos de su amo. Es tan magna su empresa que es el último en abandonar a Jesús Barranco, el Rey Baltasar, testigo mudo de todo lo que acontece; hedonista embriagado de placer que pagará caro todos los excesos de los que ha disfrutado a lo lardo de sus días. Jesús, que quedó finalista el año pasado en los Premios Godot por este papel, se merece una ovación por este Rey memorable, que hasta en el momento de paroxismo de su personaje, brilla, deslumbra y hace que sientas el final de esta persona con la que solo has compartido mes durante unas horas, pero que te deja una huella imborrable de por vida.
He de confesar que todo lo vivido en la sala Umbral de Primavera una noche de abril es algo que me acompañará siempre, y que este montaje trabaja los complicados resortes de invadir cada uno de los rincones del subconsciente de cada uno, como los hacen Vanidad, Idolatría y Pensamiento durante toda la representación, para finalmente hacer explotar una serie de pequeñas piezas en nuestro cerebro que hicieron que me derrumbase, sin apenas reparar en ello, a los 5 minutos de abandonar la sala. La cena del rey Baltasar es una bomba lapa emocional que todos los aficionados al teatro deberíamos disfrutar al menos una vez, aunque las secuelas que deja sean de por vida. El día en que yo muera, seguro recordaré a este rey que lo tuvo todo, pero abandonó el mundo, como todos, solo y desnudo.
Crítica realizada por Ismael Lomana