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19.05.2017 Críticas  
La ternura que acaricia al espectador

La unión hace la fuerza, y si es entre dos grandes potencias creativas como el Teatro de la Abadía y Teatro de la Ciudad, el resultado es de proporcionas épocas y memorables. Si la anterior alianza dio luz a ese proyecto de clásicos como Medea y Edipo Rey, ahora le ha llegado el momento a la comedia con un referente como Shakespeare; La Ternura de Alfredo Sanzol.

Una sencilla puesta en escena para presentar este cuento sobre princesas, leñadores, y una isla perdida en el Atlántico. Centrando la acción en el marco de la Armada Invencible, una reina lleva a sus hijas camino de Inglaterra para casarlas con unos nobles, en un gesto típico de tratar a la mujer de época como moneda de cambio. La reina Esmeralda se revela contra esta tiranía masculina y desvela un estudiado plan de escapar a una isla desierta en la que vivir una vida alejada del yugo de los hombres; pero contra todo pronóstico esta isla no solo no está desierta, sino que tres hombres, que escaparon del influjo maligno de las mujeres, habitan este paraje, y es aquí donde comienzan una serie de encuentros y desencuentros cuyo fuelle es la comicidad de la ya clásica, batalla de los sexos.

Poco mas se puede comentar sobre el argumento de La Ternura, ya que, precisamente, la simple premisa es la que hace que nos centremos en el ingenioso texto que se va desgranando a lo largo de las mas de dos horas de este montaje. Texto con un brillante trabajo de dirección de Alfredo Sanzol, con el que podemos comprobar que los ocho talleres organizados para poner en pie este proyecto dan como fruto unos personajes en los que podemos ver que el actor ha participado construyendo la personalidad de los mismos, con una gestualidad, y un sentimiento que hace que, lo que a priori, no es mas que fantasía, estos personajes de cuento cobren vida y tengan cabida en el mundo real.

La Ternura tiene un carácter atemporal que hace que desde que comience, sientas que esta obra ha estado siempre ahí y seria perfectamente creíble que se desvelase como un texto perdido y nunca antes representado de un autor clásico, y es que Alfredo Sanzol rodea todo lo que hace de ese halo de clásico instantáneo.

Todos los personajes tienen un gran peso en La Ternura, ya que no queda ningún fleco en la historia de ninguno de ellos; todos los conflictos de identidad, la confusión momentánea que encuentran ante la nueva situación que se les plantea, tiene un final feliz, pero si alguna de las historias destaca sobre todas es la búsqueda de la ternura del Leñador Azul Celeste, con un Javier Lara adorable, al que es difícil resistirse levantarte de la butaca para abrazarle cada vez que interviene. Su leñador es el gran conflicto de esta comedia romántica, ya que es el único de todos al que se le ha privado totalmente del calor de un abrazo, conociendo solo lo rudo de la vida del bosque, y refugiándose en el cariño de un muñeco oculto en la foresta, que se ha convertido en su confesor. La protección a la que se somete al personaje de Lara durante toda su vida por su hermano y padre en esa isla, demonizando la figura femenina como un ser grotesco y mitológico, consigue que cuando este recibe un mínimo de afecto, nueva sensación para él, se abraza al mismo, sin reparar en el género del que proviene.

Este planteamiento tan actual de la identidad de género, inconcebible para la época en que se sitúa la acción, es un detalle que abre el debate de la pansexualidad, como anti-identidad, que es lo que durante todo el montaje se enmascara o se juega con ella, porque todos los personajes de La Ternura en un momento u otro “fingen” ser quienes no son, disfrazando sus inseguridades, o su propio ser, para ser aceptados por los demás, siempre utilizado como medio de protección, como un mecanismo de supervivencia en un ambiente hostil. Y es que la idea de Sanzol en este montaje es plantear que no hay amor sin sufrimiento, y que ese momento inicial de tragedia, será recordado, cuando todo pase, como una anécdota divertida que contar.

Todo brilla en esta La Ternura, desde su escenografía, ya comentada, de Alejandro Andújar, también encargado del vestuario; como la iluminación de Pedro Yagüe, y la música de Fernando Vázquez. Solo lo elevado de su duración, que quizás considero excesivo, debido a una constante repetición del patrón de todos los personajes, precisamente, para igualar el protagonismo de todo el elenco, puede ser una tacha a todos los halagos que puedo ofrecer a esta obra. Hasta el humor caricaturesco de Juan Antonio Lumbreras, rozando el clown, tiene su público entre la audiencia, y esa amabilidad con la todo se trata en este montaje, es un regalo para todos.

Crítica realizada por Ismael Lomana

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