Seguimos con la temporada del National Theatre Live 2017. En esta ocasión le llega el turno a un montaje que se pudo ver en el Wyndham’s Theatre de Londres durante el primer trimestre de la temporada teatral. No Man’s Land es uno de los textos más personales de Harold Pinter y, en manos de este equipo artístico, podemos llegar a entender muchos de sus porqués.
La última esperanza del hombre se encuentra en el lenguaje y la poesía. En la palabra. Esta es la premisa más importante sobre la que Pinter concibió la pieza, en medio de una profunda crisis personal. Lo mismo que parece sucederle a Hirst (Patrick Stewart) cuando recibe a Spooner (Ian McKellen) en el salón de su lujosa mansión. Durante la función iremos discerniendo (o confundiéndonos) entre si los vínculos que se van rememorando entre estos dos hombres son reales o imaginarios. Sus recuerdos, los personajes evocados y ausentes… De alguna manera, esa tierra de nadie se irá definiendo como el amplísimo abismo que se abre ante el primero, que en apariencia tiene todos los bienes materiales que puede desear. Un abismo plagado de remordimientos e inquietudes donde reina el desasosiego más desesperado.
En manos de cualquier otro autor entraríamos de lleno en diatribas morales sobre la culpabilidad y posiblemente el honor. Aquí estarán presentes, por supuesto, pero lo que encontramos en una escalofriante relación de sumisión y poder que rozará el sadomasoquismo psicológico. El tema de clase, como siempre, estará presente. Aunque parezca una obviedad, todas las obras de teatro son susceptibles de ser representadas bajo distintos puntos de vista. De Pinter se suele de decir que no hay necesidad de comprenderlo en su totalidad para disfrutarlo, pero no todo vale ni tiene cabida. Esto lo ha entendido muy bien la dirección de Sean Mathias, que ha apostado por potenciar la vertiente más cómica de la pieza en lo que se recibe como un impactante contraste entre contenido y forma.
Las interpretaciones de McKellen y Stewart siguen esta línea, explotando especialmente el primero su vis cómica. El pobre, el sumiso, el bufón… El rico, el poderoso, el inseguro y culpable. En función de su clase podrán regocijarse en una angustia más práctica o vital. Los actores entienden que deben jugar con el público haciéndole dudar sobre si lo que sus personajes representan es real o imaginario. Cuando nos representamos a nosotros mismos intentado aparentar algo que no es ante un rival cuyo arma más feroz es la capacidad de herir nuestro orgullo, tendemos a la exageración. Nunca nos vemos representados como realmente creamos que somos. Los dos protagonistas consiguen que les sigamos por todo este periplo con brillo y maestría. Muy bien acompañados por Damien Molony y Owen Teale, tanto Stewart como, especialmente, McKellen sobresalen en sus interpretaciones.
El director ha sabido utilizar muy bien la sabiduría de Pinter al jugar con el espectador y cómo éste recibe y entiende las paradojas. El tempo es perfecto, durante toda la representación y diferenciado entre el primer y segundo acto, como debe ser. La escenografía de Stephen Brimson Lewis, de fondo circular, nos sitúa en la sala de estar de Hirst. La peculiar geometría dota de una profundidad particular a esta situación entre real y absurda. La proyección de un jardín en la parte superior nos sitúa en el estado anímico de los protagonistas, que vomitarán de algún modo lo más bajo que creen que esconde su interior. La podredumbre que se esconde bajo una capa de distante cordialidad. La utilería será la indispensable, pero precisa para situar la acción, clase social y tiempo de la historia. En combinación con el diseño de iluminación de Peter Kaczorowski, el cromatismo se tornará entre brillante y de un azul metálico que nos situará entre el sueño y la vigilia, incluso la posibilidad de pesadilla. El dentro y fuera de uno mismo. La composición musical y el sonido de Adam Cork aportan el matiz de intriga, inherente al estilo del autor y de esta pieza en concreto.
Finalmente, recomendamos el visionado de No Man’s Land no como una versión inalterable del original, pero sí como una muy particular y, a la vez, completa. Estamos ante una pieza imposible de abarcar en todas sus capas en una sola puesta en escena. Quien disfrutara la versión de Xavier Albertí, con Josep Maria Pou y Lluís Homar, de hace tres temporadas, sabrá a lo que nos referimos. Sin duda, una muy buena elección para continuar con el ciclo National Theatre Live 2017.
Crítica realizada por Fernando Solla