La presente programación de los Teatros del Canal, con gestión compartida por espacios entre Àlex Rigola y Natalia Álvarez Simó, para hacer del centro un espacio de referencia internacional, se asemeja a lo que hubiese debido plantearse para el proyecto Artes Vivas, y este Le Frigo que voy a reseñar es un claro ejemplo del riesgo que tan grandilocuente argumento implica.
Salí de esta producción de los Teatros del Canal con tres palabras que vinieron a mi mente durante los 90 minutos de duración del espectáculo: bochorno, grotesco, vergüenza. Tres palabras que gravitaron por el silencio sepulcral de los espectadores durante la representación, solo roto por alguna carcajada aislada, de la que me declaro propietario, dado que los niveles de absurdo alcanzados en ciertos momentos, me hicieron imposible la contención.
Comenzaré por intentar contar, mas o menos, el argumento de la obra del argentino Copi, al que enmarcaremos dentro del vanguardismo. Una ex modelo de ropa de baño, inmersa en la escritura de su biografía, es requerida desde Australia, el día de su cumpleaños, para ejercer de ‘mannequin’ en la apertura de un nuevo negocio. Durante esta conferencia es interrumpida por una repentina incursión en el piso del marido de la portera, que la viola, y posteriormente es asaltada con cloroformo por un misterioso detective, cuya cabida en la historia aún no tiene explicación, y a partir de aquí se sucede la pasarela de personajes que gravitan en torno de esta mujer, que disfruta de una vida paralela como hombre biológico, amante del fetish y las setas alucinógenas, con una tóxica relación con su psicoterapeuta alemana, y una tortuosa vida virtual con lesbianas con bigote, y una madre asfixiada por las deudas que le genera un gígolo al que mantiene, y al que conoció a la entrada de misa. Todo ello acontece bajo la atentan mirada de una psicótica sirvienta argentina y un inerte frigorífico rojo instalado en mitad del lujoso apartamento parisino de la protagonista.
Las características del avant-garde cuya fueron la libertad de expresión, la alteración de la estructura de las obras, y tratar temas tabú; todo ello, con un carácter experimental, innovador. Le Frigo, escrita en 1983, podría haber tenido una excelente adaptación por parte de Pedro Almodovar, porque ingredientes próximos a su personal universo, no le faltan, y es en la gran pantalla donde toda esa vorágine de sucesos, cobraría el sentido que no tiene esta adaptación. Tratándose de un ‘one man show’ en la que el tenor Enrique Viana representa los diez personajes que constan en la historia, es de esperar que la fluidez y el no dar descanso al espectador con una idea tan loca, es, no ya algo asumible, sino necesario, y es aquí donde comienza el descenso a los infiernos del show. Los constantes cambios de vestuario tras el frigorifico, se suceden con una cadencia pasmosa, dejando vacía la escena por períodos cercanos a los 2 minutos, que la música del pianista Zorion Eguilior, no logra llenar. Desconcierto, miradas de reojo. Aquí aparece la primera palabra que mencionaba en un principio, bochorno.
La modelo, la criada, un señor de negro, un perro afgano, la modelo, la criada, y el momento mas interesante de la función, el alter ego de la modelo, la leatherona que se arrastra por las discotecas y los cuartos oscuros de Paris. Es aquí donde el espectáculo llega a la cima, y la confesión a la psicoterapeuta es de un ingenio y tiene un humor tan propio de un espectáculo drag, con tantas posibilidades para hacer que el publico se divierta, pero el cúmulo de bochorno acumulado, hace que aparezca la segunda palabra, grotesco. Lo presenciado hasta este momento es tan irregular, tan extravagante, ridículo y de mal gusto, que ni siquiera provoca la risa (miento, la mía si).
Y aún nos queda la finalización del espectáculo, que se prolonga treinta minutos mas de lo esperado, asumo, que por lo nada ágiles cambios de vestuario/personaje. El dramático dialogo final de la modelo con su madre, en la que descubrimos el trasfondo de este personaje, se hace tedioso, y la atención se distrae en mirar el reloj para que finalice un montaje que, tras el fundido a negro, y los violentos segundos en los que no se escuchó ningún aplauso hasta el encendido de las luces, hace aparición estelar, la última palabra, la vergüenza, representada en el equipo que saluda en este tenso final.
Loable es la labor de la figurinista del espectáculo, Gabriela Salaverri, cuyo vestuario es denota un gran gusto en el diseño, que quizás hubiese sido necesario sacrificar esa gran calidad, en mas velcro para agilizar los cambios. El esfuerzo de Enrique Viana por levantar un despropósito de estas características, es evidente, pero la voluntad del actor no es suficiente para mantener en pie algo cuyo lugar, quizás, no es un teatro de la Comunidad de Madrid, sino un local noctámbulo con un elenco formado por las drags mas dotadas para el drama, de la noche madrileña. Un espectáculo tan frío y vacío como el electrodoméstico que da nombre al montaje.
Crítica realizada por Ismael Lomana