La Cia. Baal ha presentado en la Sala Beckett un espectáculo que utiliza la danza y la performance para indagar en la construcción natural de la identidad de género. Una pieza imprescindible tanto por su genuina manera de mostrarse ante el público como por la sinceridad y naturalidad que consigue transmitir en todo momento.
La dramaturgia de Catalina Carrasco es muy especial. La colaboración con Míriam Escurriola, que ha revisado los textos autobiográficos de los implicados da la posibilidad de que todos los intérpretes se presenten y se muestren a un mundo que quizá no sabe ver o no tiene las herramientas para escuchar y, sobretodo, entender. La visibilidad de todos ellos se materializará, sin embargo, a través de los cuerpos. De su presencia y de sus movimientos. Cuerpos que se revelan y no se amedrentan ante las inclemencias del exterior. Recuperando sus experiencias, que ya han vivido anteriormente, sobre el escenario.
El elenco está formado por Catalina Carrasco, Elena Lalucat, Reinaldo Ribeiro y cuatro integrantes de la asociación sin ánimo de lucro integrada por personas Trans* Generem! (Mar Llop, Patricia Vianor, Tim A. Vidaller y Damián Díaz). La convivencia entre los siete tanto sobre el escenario como con el público es feliz y relevante a nivel artístico. Entre todos, consiguen que entendamos y compartamos las distintas maneras de expresión genérica. No sólo como un catálogo de distintas realidades (algo que sería muy válido) sino despertando en nuestro interior una asimilación tan total y completa que la palabra empatía se queda corta. De ahí a que como público se nos despierte la necesidad de manifestar físicamente (junto a ellos) nuestros sentimientos y compartamos la escena. Todo esto sucede a través del nuestro movimiento junto al suyo. ¿Puede haber mayor triunfo para una coreógrafa y para un espectáculo donde la danza tiene un papel tan primordial?
La iluminación de Gaspar Morey, así como su dirección técnica en general, sabe cómo aprovechar las posibilidades de la sala, a la vez que facilita que el espectáculo se pueda representar en distintos espacios. La proyección de algunos elementos sutiles pero efectivos en dos momentos de la función resultan todo un hallazgo. La combinación de música electrónica con una iluminación que no abusa para nada de las luces estroboscópicas, sitúa a los cuerpos en el lugar preeminente que deben estar y facilita que los intérpretes se puedan mostrar ante un público con total sensación de libertad.
Todo lo explicado hasta aquí, convierte a Crotch en un espectáculo que se transforma en un universo referencial en el que, más que refugiarnos cuando lo necesitemos, encontraremos siempre una puerta abierta hacia la libertad. Es muy importante a nivel sociológico lo que sucede aquí. Por la capacidad para captar una necesidad tanto interior como su manifestación física (y artística) y la urgencia de revelarse y mostrarse al mundo con valentía pero también dotando de herramientas de aprendizaje y conocimiento del entorno inmediato. Hay más fuerza y consistencia aquí que en muchas de las políticas de género de hoy en día.
Finalmente, Crotch logra algo que no suele darse de manera tan espontánea en un teatro y es que la participación y la ruptura de la cuarta pared sea recíproca. Planteando el espectáculo como un foro abierto entre todas las personas implicadas en este intercambio artístico y humano (tanto en la emisión como en la recepción del mismo), la combinación de la palabra con la danza pocas veces consigue un calado tan transversal, es decir, que lo atraviesa todo. La emoción de contemplar la normalidad con la que sucede esta puesta en escena nos persuade e ilusiona hasta convencernos que esta naturalidad es también posible fuera de la sala. Si tanto intérpretes como espectadores nos mostramos tal y como somos en un espacio donde la convivencia, el respeto y la manifestación de nuestra singularidad surgen de manera espontánea, ¿qué nos impide seguir haciéndolo fuera? Sin duda, la alegoría sociopolítica es tan potente y necesaria como elocuente.
Crítica realizada por Fernando Solla