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07.02.2017 Críticas  
Un gran (y muy sabroso) mordisco de vida

Carlo Goldoni vuelve a nuestra cartelera. Ni más ni menos que a la Biblioteca de Catalunya, donde Pau Carrió adapta y dirige su particular y apasionada versión de L’HOSTALERA, obra que nuestro estimado veneciano escribió en un no tan lejano 1751. La comedia y el enredo se mantienen en esencia, pero la carga existencialista adquiere un protagonismo más que relevante.

La novedad de esta aproximación es que la cuestión individual estará por encima de la de género. Mirandolina seguirá regentando el hostal heredado de su padre. Y los huéspedes masculinos, de nuevo, caerán a sus pies. Hasta que llegue Ripafratta, un misógino empedernido. La ambientación nos recordará a las películas de Fellini. Por lo tanto nos trasladarán a la Italia de los años sesenta del siglo pasado. Una decisión no sólo estética, sino también análoga y equivalente. Los personajes del cineasta eran anónimos, memorables por su manera de sobrellevar sus pequeñas miserias. Humor áspero cargado de agridulce melancolía. Una mirada hacia atrás con respecto a nuestro momento actual que es, a la vez, una mirada al futuro desde la segunda mitad del siglo dieciocho, época de la creación original.

El concepto de herencia será muy importante. A los personajes les costará mucho librarse de ciertos y anacrónicos (o no) sistemas de relación y compromiso. El término compañero se verá subyugado por el de propiedad. Hablábamos antes de existencialismo. Nada más lejos de la realidad de la propuesta de Carrió, que con su dirección consigue inducir de manera atípica el análisis sobre el raciocinio de la condición humana que apuntó Goldoni. Principalmente en lo referente a la obstinada renuncia hacia cualquier pérdida de libertad y la responsabilidad individual de nuestras emociones en la toma de decisiones románticas. El significado de la vida en común y de la subsistencia y duración del afecto amoroso puesto en tela de juicio.

Estas son las directrices que Carrió ha transmitido a todo el equipo artístico y la verdad es que el resultado es espléndido. Él mismo ha participado de la escenografía de Sebastià Brosa, que esta vez más que aprovechar las características del espacio, lo convierte en parte de la escenografía en su totalidad. La disposición en mesas nos convertirá en clientes de la locanda trattoria y, por tanto, en compañeros de los personajes. La cuarta pared no se romperá porque, sencillamente, no existirá. No desvelaremos más sorpresas porque realmente vale la pena descubrirlas en primera persona.

El vestuario de Sílvia Delagneau, así como la caracterízación de Helena Fenoy (y peluquería de Marta Ferrer) nos sitúan de nuevo en el contexto cinematográfico ya comentado. Al contrario de lo que pueda parecer, no habrá pose o amaneramiento y esta característica asimilará a los protagonistas a aquéllos, expulsados de sí mismos, inmortalizados por la troupe del realizador. La iluminación de Raimon Rius y la sonorización de Guillem Rodríguez incluirán al público en todo momento, manteniendo el foco en en los personajes y en sus acciones o motivaciones. Factores que mantendrán la escucha activa y la identificación con lo que sucede en escena, mucho más allá de la anécdota inclusiva.

¿Cómo consigue Carrió este giro sin perder la esencia de la comedia de enredo? Básicamente, a través de la dirección de actores y al protagonismo del lenguaje. La obra tiene un ritmo que no decae en ningún momento pero sorprende, especialmente durante el primer acto, que las réplicas no se expresen de manera sincopada y a una velocidad locuaz. La batalla dialéctica permanecerá en un segundo planto frente a la pelea interior de los protagonistas, entre ellos y consigo mismos. Por lo tanto el uso del lenguaje es un factor determinante que, en boca de un reparto en estado de gracia, culmina la voluntad del dramaturgo.

No habrá personajes secundarios en el sentido en que todos conseguirán creaciones genuinas que, a pesar de ser en algunos casos arquetipos (especialmente durante el primer acto) conseguirán desarrollar y engrandecer exponencialmente el dilema de la protagonista titular. El juego entre el primer acto y el segundo lo ganan los siete intérpretes. Júlia Barceló y Alba Pujol nos convencen desde su primera entrada. Cada una con un estilo propio saben cómo superar la necesidad de aparentar de sus personajes para humanizarlos ante nosotros. Lo mismo sucede con Marc Rodríguez y Javier Beltrán, los pretendientes de Mirandolina. Caracterizados como antagonistas incluso en el idioma elegido para expresarse, ambos saben encontrar el contrapunto cómico y bromista sin perder el hilo del desarrollo argumental y aportando siempre. Jordi Oriol desprende ternura y comicidad a raudales. Su mayor aportación es la intensidad progresiva que desprenden sus intervenciones, hasta adquirir el peso y relevancia final. David Verdaguer muestra un dominio del lenguaje espléndido, asimilando el significado de cada palabra con su simple pronunciación. La progresión cómico-dramática, así como su desvinculación de cualquier tipo de icono o referente está muy conseguida y juega a favor de la obra.

Y Mirandolina es grande gracias a Laura Aubert. Contemporánea y, a la vez, capaz de trasmitir toda la pasión y la reflexión de las distintas épocas o estados que hemos ido comentando. La confrontación de las ideas y las palabras está presente en cada gesto. Como cómica es excelente, pero la humanidad y empatía para su personaje no conocen límite. Si su compañero domina el lenguaje, ella también, pero es que además lidera sobre todas las emociones. Sus últimas intervenciones (y su expresividad para reclamar la actualidad de las promesas renunciando a una hipotético futura) son impresionantes. Ella, como el resto de sus compañeros, asumirán la dirección musical de Arnau Ballbé en sus interpretaciones con una naturalidad que no renunciará a transmitir los distintos estados de ánimo que la selección e interpretación de las canciones requieren.

Todos ellos serán la cara visible del impresionante trabajo de aproximación de Pau Carrió y el resto de los implicados en L’HOSTALERA. La diversión está presente, incluso para mostrar la dureza progresiva de lo que se está contando. Una puesta en escena imprescindible mucho más allá de lo que se disfruta durante la asistencia a la representación. El poso que queda se mantiene y su valor humano (y artístico) es incalculable.

Crítica realizada por Fernando Solla

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