El Teatre Akadèmia vuelve a confiar en Boris Rotenstein para enfrentarse a la dirección de una de las obras más reconocidas de Tennessee Williams. El montaje de EL ZOO DE VIDRE que nos propone el ruso comparte muchas de las inquietudes manifestadas en “La Gavina” de Chéjov, visto en la misma sala hace dos temporadas.
El original de Williams es un texto con matices manifiestamente autobiográficos. La inmensidad y vacío que existen entre la realidad inmediata y cómo nuestra situación particular nos empuja a querer maquillar o disfrazar nuestro fracaso. Todos somos figuritas frágiles y quebradizas en ese zoo de cristal. La localización del sueño dramatúrgico nos sigue situando ante el retrato de una familia del sur de Estados Unidos, en la década de los años treinta del siglo pasado. La confrontación entre Tom, primogénito, y Amanda, la madre, y la delicadeza de Laura, hija menor, serán el núcleo sobre el que gira el texto. La aparición de Tom y la fuerte presencia del padre (ausente) cercarán definitivamente el conflicto.
El espacio escénico, diseñado y construido por Paula Miranda, Joan Viscasillas y Alfonso Ferri, destaca en tres aspectos que solidifican la rotundidad de la propuesta de Rotenstein. En primer lugar la apariencia de escenario vacío enfatiza en esa especie de ensoñación inherente tanto en el original como en este montaje. En segundo, lo que ocurre fuera de escena está oculto aunque visible (excelente la iluminación de Alberto Rodríguez). Por último, el artefacto que (de)limitará las escenas clave funciona a la perfección tanto a nivel narrativo como estético.
EL ZOO DE VIDRE, en la versión que nos ocupa, será un ejercicio metalingüístico en el que, a modo de ejemplo dramático, se muestra el recorrido íntegro que realiza un mensaje (en este caso la propia función) desde que lo origina su emisor primero (el autor) hasta el receptor inicial (el público). El código sería el punto de pista del director y dramaturgo y el canal los propios intérpretes. La originalidad de Rotenstein (y su presencia en el escenario) consiste precisamente en intercambiar los roles para así dimensionar y ampliar exponencialmente las distintas posiciones y puntos de vistas. Hablábamos de cuatro personajes más un quinto ausente, en escena. Rotenstein será el siguiente personaje y lo mismo sucederá con el propio Tennessee Williams, presente en audiovisual. Finalmente, el octavo personaje será cada uno de los espectadores asistentes.
Hay tres ejes básicos, cómplices de la idea (o sueño) del director. En primer lugar, la traducción de Emili Teixidor. Impoluta, impecable, hermosísima y adecuada en todo momento al tono de la propuesta. Por otro lado, la dirección de actores y las interpretaciones. Habrá una progresión hasta que los intérpretes interactúen entre ellos. Tom (emotivo y certero Jordi Robles) parecerá dedicar parte de las réplicas que van hacia su madre (incisiva y muy persuasiva Mercè Managuerra) hacia el propio Rotenstein, mientras que ella lo hará hacia el público. A pesar del choque nunca habrá frontalidad figurinista entre ellos. Alicia Lorente y Jorge Velasco completan un acertado reparto. En tercer lugar, prácticamente una labor de orfebrería, las líneas de continuidad que establece el director con anteriores trabajos. El último en esta casa, “La Gavina” hizo coincidir a los mismos actores (Robles y Managuerra) como madre e hijo. Esta forzada casualidad sirve para aunar la reflexión artística con la familiar y los vínculos que se establecen entre los intérpretes y sus personajes. Un hallazgo.
Finalmente, que el propio Rotenstein participe de manera tan activa durante la representación (no desarrollaremos más esto punto para mantener la sorpresa de los futuros espectadores) convierte a la propuesta en un brillante ejercicio que, a través de la dramaturgia, consigue subrayar los vínculos que se establecen entre todos los implicados en el acto teatral. Insólita, arriesgada, generosa y muy recomendable función teatral.
Crítica realizada por Fernando Solla