CAIGUTS DEL CEL sube de nuevo a las tablas para demostrar que esta segunda vida teatral significa mucho más que la simple perpetuación de su capacidad de convocatoria. Un espectáculo que gana varios enteros en la cercanía del mediano formato en el que se desenvuelve esta vez.
El texto de Sébastien Thiéry, traducido y adaptado por Sergi Belbel a nuestro aquí y ahora más inmediato, nos introduce en la acción desde el primer minuto. De este modo, y tras el planteamiento del conflicto inicial, las situaciones y la evolución (transformación en algún caso) de las motivaciones de los personajes se sucederán a un ritmo vertiginoso. Vodevil prototípico que no lo es tanto cuando interfieren varias de las premisas propias del teatro del absurdo.
Tanto en la versión como en la dramaturgia, Belbel se sabe en su terreno y aprovecha la introducción de matices escarnecedores en el desarrollo de los personajes para evidenciar a través de la dirección de actores el poso amargo que se esconde tras esta broma no tan inocente. La disección de la moral abyecta y voluble de la naturaleza humana se circunscribe tanto en el ámbito de la pareja, como en el clasismo y la hipocresía de un posicionamiento político adoptado como imagen de una luminosa pero vacía fachada conductual.
Parece ser que con el ritmo conseguido tras una temporada de funciones todos los elementos para que el acto teatral suceda con éxito se han alineado en el espacio y el tiempo precisos. Salvaguardando alguna caída de ritmo hacia la mitad de la pieza (inherente al material original), los intérpretes dominan cada tabla y se adueñan de cada rincón del escenario, acompañados por una adecuada labor de Jordi Bonet en el espacio sonoro.
La escenografía de Max Glaenzel transforma el espacio escénico en la estancia principal de un piso de Barcelona. Las dimensiones de la caja escénica se manifiestan como las idóneas para un reparto de cuatro. La colocación de las puertas (imprescindibles entradas y salidas) juega a la perfección con lo que el espectador ve dentro y lo que imagina fuera de escena. A su vez, la geometría de las líneas parece delimitar muy sutilmente el laberinto por el que deambulan los personajes, como ratones en busca de su queso (al tanto con la broma sobre el olor hacia el final de la función).
Por otro lado, que el telón sea de un blanco entre opaco y traslúcido, y que este tipo de tela cubra tanto un lateral como el fondo de la escena para situar el contexto entre el sueño (o pesadilla) y la vigilia resulta un hallazgo. Incluso la evocación clínica que convierte el hogar o nido de la vida en pareja en una especie de quirófano doméstico (imposible escapar de él) donde diseccionar el materialismo y la pérdida de ideales provoca algún que otro escalofrío (adecuada iluminación de Kiko Planas). Muy buen vestido que, sin embargo, no olvida que la comedia tiene que seguir su curso.
A nivel interpretativo, CAIGUTS DEL CEL es donde consigue su mayor éxito. Àlex Casanovas se incorpora a un reparto de primeras figuras que no dan por hecho que lo son y trabajan sus registros a la perfección. Anna Barrachina consigue que, en apenas dos escenas, no podamos olvidar el peso de su interpretación y que sus réplicas sean de las más recordadas al abandonar la sala. Perfecta en gesto y tono. Jordi Bosch sobresale en su vis cómica pero, especialmente, al mostrar la “evolución” de su personaje, contemporizando con él sin dejar espacio a ningún gesto dubitativo. Y, esta vez sí, Emma Vilarasau se instala pletórica en el terreno de la comedia y entusiasma con su trabajo, tanto físico como de composición. Cada gesto, cada paso (y cada salto) se combinan con una articulación perfecta que ni la más sonora de las carcajadas puede empañar.
Por fin podemos afirmar que CAIGUTS DEL CEL ha encontrado su espacio (escénico y no), su tono y su momento idóneo en nuestra cartelera.
Crítica realizada por Fernando Solla