Algo muy importante está sucediendo en el Lliure de Gràcia. Cuando faltan pocos meses para que el teatro celebre sus cuarenta años de historia, Sergi Belbel toma el testigo de Josep Montanyès y recupera un título que ya se pudo ver en esta casa hace veinticinco años. Sílvia Bel y Míriam Alamany dan voz y entregan cuerpo y alma a las dos reinas protagonistas.
La versión de Sergi Belbel parece recoger los ideales del romanticismo de Friedrich von Schiller y retoma esta historia concreta de tal modo que crea la ilusión de estar expresando y canalizando imágenes y sensaciones de nuestro presente más inmediato. Siguiendo el mismo patrón que el autor original, cuando creó escenas ficticias sobre encuentros y personajes históricos para su obra, el dramaturgo ha escogido seguir un camino similar para su versión.
Algo más de dos horas, con sus cinco actos diferenciados, se suceden sin pausa. Las reminiscencias shakesperianas siguen ahí (lo están en el original y en todo el movimiento romántico) pero, además, Belbel opta por evocar matices de la biografía del personaje escrita por Stefan Zweig. No se trata tanto de una paráfrasis reiterada sino de la inclusión de la perfecta combinación que el austríaco consiguió entre la interpretación de los hechos históricos y la indagación psicológica del personaje. El resultado conforma una excelente versión del texto de Schiller.
Además, el juego espacio-temporal es muy importante para el éxito de la propuesta, evitando que el cuerpo dramático sea un compendio de los momentos álgidos del material de partida. De alguna manera (y a medida que avanza la función) tendremos la sensación de que cada bloque es algo más corto que el anterior. Usar un recurso así en esta obra demuestra una sabiduría determinante, puesto que en lugar de apresurar el ritmo individual de las escenas o de las interpretaciones en su conjunto, se yuxtapone la inmediatez e inexorabilidad del camino hacia el cadalso de la protagonista sin renunciar a mostrarnos toda su complejidad ni, por supuesto, la de su contrincante. La escenografía de Max Glaenzel convierte la sala en un espacio diáfano y rectangular. Con mínimos detalles de utilería (apenas unas sillas y poco más) y aprovechando algunos accesos de los accesos más secretos del espacio para las entradas y salidas de las reinas en momentos determinantes, los cambios de decorado servirán (además de para marcar los cambios de localización) para sacudir al espectador con logradísimos golpes de efecto. La celda, el castillo, el jardín testigo del careo entre las dos mujeres… Sin desvelar más detalles, la experiencia estética de MARIA ESTUARD es también relevante a nivel narrativo. Un espacio nos mostrará un estado de ánimo (delimitado también por la iluminación de Kiko Planas), y otro, y otro más. Impactante trabajo en el que la inmediatez en la recepción es vinculante, para no perder detalle de la historia que se está contando.
El vestuario de Mercè Paloma, apoyado por la caracterización de Toni Santos, es otra de las joyas de la función. De época para las dos reinas y de una atemporalidad contemporánea para el resto. Lejos de situarlas en un contexto anacrónico, esta decisión juega a favor de las protagonistas, puesto que ayuda a plasmar la dificultad de aunar su identidad como mujeres, con una personalidad marcada y robusta, con la idea de lo que se espera de ellas. La elección del rojo y blanco para las últimas escenas, además de configurar un nuevo deleite visual, se muestra fiel a algunos matices históricos, como el final de la protagonista o la apología sobre la virginidad de Isabel.
Llegamos a los intérpretes. La versión de Belbel reduce a ocho personajes (defendidos por siete actores) el original de Schiller. La dirección es magnífica. El texto se muestra certero al identificar la personalidad de cada uno y así sucede con las interpretaciones. El contraste entre los enfoques de Carles Martínez y Àlex Casanovas ofrece un interesante paralelismo con la rivalidad de sus personajes por conseguir la atención de las soberanas. Sin victimizar ni culpabilizar en ningún momento, ambos muestran todas las causas y motivos de sus acciones. Jordi Banacolocha conmueve con su composición de carcelero, seguidor de las leyes y mandatos impuestos por el poder pero que no olvidará su condición de caballero ni en el trato ni en la ejecución de la normativa. Fina Rius, a su turno, evitará caer en el arquetipo del ama o nodriza y sabrá mostrar con su rostro lo que el texto de su personaje le impide decir. El doble papel de Marc Rius permitirá al actor destacar en sus intervenciones, contagiando al público del entusiasmo e ímpetu de las jóvenes figuras que defiende.
Finalmente, las reinas. Míriam Alamany consigue mostrarnos tanto las dudas y temores internos de Isabel I en la intimidad como la rectitud y firmeza del personaje histórico, permitiéndonos reconocer tanto al personaje preceptivo como distinguir su aportación personal. Y Sílvia Bel “es” MARIA ESTUARD. Desde su aparición en escena, reina sobra las tablas revelándose ante el público con una generosidad absoluta. La actriz explica a su personaje de una manera que de tan matizada resultará traslúcida. Espléndida en cada gesto y, sobretodo, precisa en cada mirada, Sílvia enriquece exponencialmente su composición, a través de una declamación cuyas cotas expresivas conmocionan mediante una articulación y pronunciación que transmiten con una verdad absoluta todo el apasionamiento de su personaje. Una voz que viste gestos y miradas, invitando a compartir con los espectadores el entusiasmo, arrebato y fogosidad que despiertan tanto el personaje como la artista. Una interpretación que consigue que la veamos incluso cuando no está en escena, ayudándonos a comprender mejor los motivos del resto de personajes, así como recapitular el romanticismo de Schiller. Gran función teatral.
Crítica realizada por Fernando Solla