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22.02.2016 Críticas  
Del alfiler del amor brota la sangre de la desdicha

El TNC encara la recta final de representaciones de MARIA ROSA, clásico de Àngel Guimerà versionado por Carlota Subirós, que se puede ver en la Sala Petita hasta el próximo veintiocho de febrero.

La dramaturga ha realizado un penetrante trabajo de actualización del contexto, mostrándose fiel y leal al original en todo momento, siguiendo literalmente la acotación principal del autor del texto: “la obra tiene lugar en la época actual”. En su origen en 1894, ahora en 2016.

Los montajes de Subirós aportan siempre un valor añadido para el espectador y es la desenvoltura y solidez con la que la dramaturga propicia una reflexión intrínseca al texto sobre la forma de representar y recibir lo que sucede sobre las tablas. Independientemente que el texto sea contemporáneo o de épocas anteriores. Con Guimerà ha optado por trasladar las palabras del autor romántico, potenciando sus elementos más realistas, entendiendo tanto la vertiente social como la amorosa del drama, así como la imputación entre ambas.

MARIA ROSA presenta un peculiar triángulo amoroso en un contexto poco o nada bucólico. Dos triángulos para ser exactos. Durante la construcción de una carretera, los peones (después de ver cómo moría el capataz) serán testigos de las trifulcas amorosas entre Maria Rosa – Andreu (ausente) – Marçal y Maria Rosa – Marçal – Badori. Las interpretaciones del trío protagonista son destacables, así como las de toda la compañía. Si bien el elenco mantiene una línea coral, los tres intérpretes principales se han acercado a sus personajes de manera distinta, consiguiendo un resultado sobrecogedor y emotivo pero a la vez cerebral, intelectualizando los sentimientos y reflexionando sobre lo que les pasa.

Albert Ausellé destaca por su capacidad para pasar de la candidez a la furia y cierto cinismo en su venganza. Verosimilitud más allá del estereotipo de antihéroe romántico al que le toca jugar. Borja Espinosa nos muestra todas las capas de Marçal con una sensibilidad abrumadora. Desde el primer minuto comprenderemos que él es también víctima de su pasión incontrolable, que se debatirá entre su sentimiento de culpa y la tensión sexual y el deseo por Maria Rosa. Excelente su interpretación, tanto en la voz como en el gesto y, especialmente, en esa mirada líquida y profundísima, penetrante y amplia. Mar del Hoyo es capaz de mostrar durante toda la representación la dualidad del alma de su personaje, tanto la luminosidad como la parte más lúgubre. Sobre ella recae sin duda, la responsabilidad de transmitir la visión de Subirós sobre el amor y las pulsiones sexuales. La renuncia a ser una víctima y a asumir qué es lo que le pasa por dentro a su personaje, sin juicio ni condena, pero sin indulgencia. Éxito rotundo.

Escrito de forma prosaica antes que poética, aunque manteniendo esa característica de documento costumbrista de la época, integrada en la acción (en este caso la vendimia premonitoria). La visión de la propuesta potencia también el sustrato sociológico, al individuo frente al colectivo y las influencias entre ambos. La problemática social de entonces (analfabetismo de la población obrera, lucha de clases, precariedad laboral…) vista desde un punto de vista refleja la doble inquietud manifiesta en la dramaturgia.

En primer lugar, ¿cómo empatizar con la pobreza extrema de la clase social reflejada? ¿Cómo escenificar una situación que sea capaz de conmover y provocar la empatía de las clases más o menos pudientes que asistimos a una representación teatral? ¿Cómo meternos en la piel de esos personajes y vivir sus miserias con asertividad y autenticidad? Por otra parte, ¿somos hijos teatrales de nuestros antepasados? ¿En qué medida autores como Guimerà delimitan nuestra manera de entender el mundo a través de la ficción?

Subirós ha situado a sus protagonistas en una escenografía (realizada por Max Glaenzel) que combina el negro del asfalto sobre el que caminan los protagonistas con el blanco opaco de las paredes con las que se sella cualquier posibilidad de salida del espacio escénico. El mismo contraste para la iluminación de David Bofarull, capaz de mostrar la claridad pero también las tinieblas interiores de los protagonistas. Los tres actos de la obra se representan sin descanso, tan sólo una frase significativa de cada uno será proyectada sobre una de las paredes para situar al espectador.

Finalmente, aplaudimos la decisión de Subirós de llevar su visión hasta las últimas consecuencias. Mostrando a la protagonista en ropa interior en una escena crucial (vestuario de Marta Rafa), una última reflexión sobre la atracción que nos produce quien nos produce más dolor o la sublimación del deseo sexual como si de amor unívoco e imperecedero se tratase. La dramaturga resuelve magníficamente la dificultad de plasmar estos sentimientos en escena. De nuevo, dos colores. Blanco para el sujetador (pureza para el pecho, bajo el que late el corazón) y negro para el slip (cubriendo lo vergonzante, los impulsos más oscuros y recónditos, pero a la vez inevitables, y que nos definen tanto o más que los otros).

Poética tangible la de Carlota Subirós, que con MARIA ROSA consigue mostrar no tanto la oposición sino los contrates de los elementos dramáticos de Guimerà en toda su complejidad y contemporaneidad. Un montaje que asimila la estética del entorno exterior con la de los sentimientos de un modo no esencialmente bello, pero sí reconocible y sincero. Hasta el veintiocho de febrero.

Crítica realizada por Fernando Solla

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