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25.11.2015 Críticas  
La esencia de Violetta y Alfredo, concentrada en el Teatre Gaudí

LA TRAVIATA se presta a fastuosos montajes que ponen en pie las grandes fiestas a las que acuden sus protagonistas, y tiene uno de los temas más archiconocidos del género: el famoso brindis. El Teatre Gaudí de Barcelona se desprende de todos los artificios para quedarse con la esencia: la intensa y trágica historia de amor de Valery y Germont. Un perfume embrigador.

Este montaje dirigido por Fernando Álvarez combina dos tiempos narrativos y dos estilos escénicos: por una parte, tenemos los pasajes principales de la ópera, interpretados por Natasha Tupin, Alberto Canet y el propio Fernando Álvarez junto a un pianista, Juli Rodríguez o Andrea Álvarez. Hay también un segundo elenco protagonista compuesto por Charo Tris y Carlos Cremades, pero nosotros nos atendremos a hablar del que vimos en nuestra visita al Gaudí.

Canet y especialmente Tupin están espléndidos: no sólo tienen las edades apropiadas para interpretar a sus personajes, sino que cantan tan bien como los interpretan. En el caso de Natasha Tupin, conjuga un dominio magistral de una partitura en ocasiones muy complicada con las exigencias emocionales del papel, sutiles o apasionadas según corresponda al momento. No sólo es una gran cantante de ópera, sino una gran actriz de ópera, y desde luego una magnífica Violetta.

Por otra lado tenemos al veterano actor Gal Soler, que encarna a Alfredo Germont en su madurez. Él es el narrador de la historia, de su historia, a la manera de aquellas retransmisiones radiofónicas de ópera en las que antes de cada número se nos cuenta lo que va a ocurrir en nuestro idioma. Es una idea genial que consigue un triple objetivo: eliminar los personajes y las escenas que no son importantes para la trama; guiar al espectador que no domine el italiano y no quiera estar pendiente de los subtítulos, facilitando la inmersión en la historia; y personalizar la historia, ya que pasa de ser aquella historia que les pasó a otros, a la historia de su propio y doloroso primer amor. La combinación es un triunfo del montaje: consigue que no echemos de menos lo que no se representa, porque es el protagonista el que está eligiendo los pasajes verdaderamente significativos.

Junto a la cercanía extrema que propicia un teatro como el Gaudí, todo esto crea una proximidad tanto física como emocional inusitada en la ópera. Uno puede emocionarse siempre con LA TRAVIATA, pero en este caso VIoletta vibra y canta y sufre y agoniza a un metro. Cada gesto es significativo, cada mirada está donde debe de estar. Incluso el sencillo y multiforme decorado que tan buen punto es la barra de un bar como una mesa de casino o una cama se cambia a plena vista, al compás de la música de Verdi, y sin que llegue a sacarnos de la historia en ningún momento. Son respiros necesarios y que permiten al espectador prepararse para trasladarse a otro lugar y otro tiempo de la historia que nos cuentan.

Realmente es una experiencia extraordinaria y emocionante que merece la pena vivir si se tiene la oportunidad. El único pero de la función hay que ponérselo a los espectadores que no desconectan sus teléfonos móviles: si ya es molesto en cualquier función de teatro, en una con tanta proximidad la gravedad resulta extrema. Queremos oír “Sempre Libera” y “Amami Alfredo”, no el politono del himno del Barça. Sería de agradecer que el teatro emitiera, como otras salas, un mensaje al respecto antes de empezar la función para recordar lo que es de sentido común.

Crítica realizada por Marcos Muñoz

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