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29.10.2015 Críticas  
Cómo un solo día puede liberar todos los fantasmas familiares

Aunque menos famosa que sus competidoras “Un tranvía llamado deseo” y “Muerte de un viajante”, EL LARGO VIAJE DEL DÍA HACIA LA NOCHE es universalmente aclamada como una de las mejores obras de teatro norteamericano del siglo XX. Mario Gas y Vicky Peña protagonizan una versión en español de este clásico de Eugene O’Neil en el Teatro Romea de Barcelona.

La trama nos transporta a una casa en un pueblo de Nueva Inglaterra a principios del siglo XX. Durante todo un día, vemos desplegarse la relación de los cuatro miembros de una familia, a la que acompaña una criada rural algo basta. El hijo menor es poeta y parece no encontrarse demasiado bien. El mayor no tiene fortuna y trata de ganarse unos cuartos trabajando en la casa familiar. El padre fue uno de los mejores actores de teatro de su tiempo, y ahora invierte tanto dinero como puede en propiedades que, probablemente, no valgan demasiado. Y queda claro desde el principio que a todos les preocupa la madre, a la que vigilan y tratan con sumo cuidado a partes iguales.

Los diversos elementos distintivos de la obra se van dejando caer con cuentagotas: la familia es irlandesa. El padre es avaro. El pequeño esconde una posible tuberculosis. La madre se está recobrando de la adicción a la morfina. Todos tienen asuntos pendientes entre sí de los que se culpan y disculpan con igual celeridad, tratando de dejar el pasado en el pasado, pero sin poder dejar de acusar sus efectos en el presente y en el incierto futuro. A medida que cae la tarde, el alcohol y la morfina comienzan a fluir, sueltan lenguas y desatan miserias compartidas para las que tal vez no haya solución.

Se le puede achacar, únicamente, una repetición insistente de los temas, que avanzan a velocidad de caracol durante las algo más de dos horas de la función, hacia un clímax, eso sí, cada vez más emocionalmente violento. El cuidado que pone en no volver arquetípicos a los personajes sólo puede nacer del cariño hacia su propia familia y del conocimiento del drama de las adicciones o la soledad de la familia de los artistas. No hay buenos, no hay malos: hay una ambivalencia en la que todo el mundo es un poco responsable de las desgracias de todo el mundo.

Y en eso, el montaje que dirige Juan José Afonso es intachable: la escena está casi desnuda, a excepción de algunas sillas y el ocasional juego de luces de Juan Gómez Cornejo o las proyecciones marítimas de Eduardo Moreno; ese mar que tanto amaba O’Neill. Todo el peso recae en las interpretaciones de los actores y actrices: Mario Gas está excelentemente medido como el patriarca familiar, igual que Vicky Peña ejerce una influencia casi fantasmal desde su primera escena, mucho antes de que la droga vuelva a ser un elemento de su vida. Los más jóvenes Alberto Iglesias y Juan Diaz, defienden con igual sinceridad sus personajes filiales, con una relación que es quizás la más que se desarrolla más interesantemente durante la obra. Y María Miguel, aunque tenga en sus manos al único personaje realmente secundario de la trama, la criada Cathleen, introduce elementos vitales ajenos al drama de la familia que son muy necesarios.

Porque Eugene O’Neil fue un autor trágico, doloroso, y en esta su opus magna no lo fue menos; sólo se le conoce una comedia de cierta entidad. Pero consigue introducir en este drama sonrisas e incluso risas, muchas veces a la misma vez que una escena profunda o triste. Ni siquiera necesita provocar que se tuerza el gesto: la compañía ha conseguido medir muy bien esos momentos de humor negro para que se combinen, bien trabados, con el resto.

“Una familia de irlandeses borrachos de whisky se echa en cara todas sus desgracias”: sería una manera de simplificar en extremo EL LARGO VIAJE DEL DÍA HACIA LA NOCHE: Y precisamente lo que este texto no hace es simplificar. Gas y Peña, sobre todo, ofrecen la gama de matices al completo, desde la indignación a la comprensión, del cariño a la falsedad, de la mezquindad a la entrega.

La obra, publicada póstumamente en 1956, es una magistral dramatización de los hechos que el propio O’Neil vivió de pequeño. En España se estrenó en 1960, en el Teatro Lara de Madrid, con Andres Mejuto y Ana María Noé. 18 años después la recuperaron Alberto Closas, Margarita Lozano y Carlos Hipólito, y desde entonces cada década ha tenido su montaje emblemático: Héctor Alterio, Julieta Serrano y Ramón Madaula la interpretaron en el Albéniz en 1991, y Teatro de la Abadía la representó en 2006, con Chete Lera y Mercè Arànega bajo dirección de Álex Rigola. Si alguien quiere descubrir porqué esta obra arrastra la fama que se le atribuye, no debería desaprovechar la ocasión de nuestra década, la que ahora nos ofrecen los Teatros Grupo Marquina.

Crítica realizada por Marcos Muñoz

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