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16.07.2015 Críticas  
¿La verdad? Eòlia cree que usted sí puede soportar la verdad

El Museo Arqueológico de Cataluña cierra sus puertas. Las luces se apagan en todas sus salas y, con la oscuridad, comienza la función. La compañía Eòlia (surgida de la escuela teatral del mismo nombre) ha programado su espectáculo DIGUE’M LA VERITAT (de Pablo Ley), en este particular espacio, dentro del Festival Grec de Barcelona.

Tres de los lados de la sala están ocupados por gradas para el público. En el centro, una mesa dispuesta y siete comensales. Llegamos con la cena avanzada, una cena que transcurre en el mismo espacio real en el que nos encontramos, el Museo Arqueológico de Cataluña: ahí está la primera verdad; la primera de muchas. Los amigos y sus parejas charlan animadamente, con un punto de arrojo pero también de simpatía. Parecen buena gente. Esconden, sin embargo, secretos que durante la charla informal van a ir revelándose. No necesariamente, como ocurre en muchas obras, secretos oscuros, pero sí muy particulares. El secreto de lo que les ocurrió hace casi 20 años, de lo que cambió sus vidas, y sobre lo que siguen haciéndose preguntas, porque ni siquiera ellos lo acaban de entender todavía.

DIGUE’M LA VERITAT es varios espectáculos en uno. Tenemos la naturalidad (casi naturalismo) con la que transcurre la cena al principio, mientras los personajes se van presentando, con conversaciones sobre el pasado y sobre su pasado. Cristina, la organizadora de la velada, es arqueóloga y les ofrece probar alimentos cultivados a partir de semillas del pasado: eso dispara conversaciones como las que cualquiera de nosotros podría tener en una cena distendida con amigos, sobre el pasado común, sobre la historia vivida pero también sobre la Historia y la imposibilidad de conocerla con certeza, sobre la realidad y nuestras preconcepciones, sobre nuestras creencias y lo que hacen con nosotros. Aunque al principio no lo parezca, la búsqueda de la verdad es ya un aspecto importante de esta primera parte del espectáculo, y sea como juego o como interacción social, las preguntas que nos lanzamos unos a otros, si nos atrevemos a formularlas, la clave para encontrarla.

Avanza la obra y empiezan a introducirse pequeños apartes: el tiempo se detiene y algunos personajes nos explican lo que les pasa por dentro o algún momento importante de su pasado. ¿Es esa su verdad inalienable? Quizás al encontrarnos –el público y los actores- a “solas”, en ese momento también los personajes están siendo más sinceros que nunca. Pero incluso esos cambios de ritmo no nos preparan para lo que ocurrirá después: la verdad se va a abrir camino en la función de maneras totalmente inesperadas. No sólo los personajes, sino los actores, van a sincerarse con nosotros, en formas personales, íntimas y privadas, inocentes pero a la vez cargadas de significado, que tienen algo de Pirandello y de Handke, y que no podemos traicionar aquí, pues hay que vivirlas. Hay que vivir la emoción, la incomodidad, la transformación que tiene lugar en escena: este espectáculo no solo se ve, se vive.

Hablaba de Handke, y sí, es posible que DIGUE’M LA VERITAT pueda ser, a día de hoy, la relevancia que tuvo en su momento “Insultos al público” (1966), incluso con un registro opuesto. El acercamiento al público convierte a esta obra en algo distinto, más catártico (¿más verdaderamente teatral?)… y por supuesto eso afecta al acto final de DIGUE’M LA VERITAT, donde la acción alcanza una meta inesperada pero, a nivel narrativo, totalmente coherente. ¿Queríamos la verdad? Tendremos la Verdad…

Los siete actores se han formado en la misma escuela, y han pasado juntos por el proceso creativo de la obra. Hay equilibrio e incluso armonía entre ellos, en sus semejanzas tanto como en sus diferencias: Tasio Acezat aporta algo más de inocencia, como Rai Borrell de gravedad, pero igual que Cristina Blanco, Sonia Espinosa, Eugènia Manzanares, Kathy Sey y Toni Soldevila, todos aportan verosimilitud, credibilidad a las situaciones, las emociones y los diálogos. Decía Stanislavski que cada actor debe llevar al ensayo sus propias emociones vivas, pero también que la obra teatral no está acabada hasta que es llevada a la vida por emociones humanas genuínas: en este caso tanto personajes como actores parten, precisamente, de esa búsqueda metafórica de la verdad. La dirección de Josep Galindo es, en ese sentido, estupenda, y el lugar acaba por resultar emblemático. La obra, en varios momentos, resulta poderosa y mágica en manos de este elenco, desde la intensidad vital con la que se expresa Blanco al misterio ancestral del recuerdo privado de Sey.

No sería extraño que la obra tenga un largo recorrido y sea revisitada en el futuro, tal vez con otros elencos, otras lecturas e incluso desenlaces. No podemos sino recomendar a quien pueda que la vea en su lugar de nacimiento, el Museo Arqueológico: todo cobra un sentido distinto y más verdadero cuando la realidad da al texto y la interpretación el tipo de apoyo que aquí se brinda. Incluso, en un momento, se consigue una magnífica experiencia de tensión y misterio con el mero acercamiento progresivo de un personaje desde la distancia, en la penumbra, que sería muy difícil de conseguir en un teatro convencional.

“Gente que se sienta a hablar” suele ser un mal planteamiento para la acción escénica. Pero en este caso DIGUE’M LA VERITAT lo convierte en una oportunidad, precisamente, para convertir lo estático en dinámico, para traer el pasado al presente, para resolver las cuestiones que siempre se plantean pero nunca van a ninguna parte. Hay tensión dramática, pero nunca melodramática; hay comedia, como hay comedia en la vida. Hay apuestas y hay riesgo. Y sobre todo, hay frescura, juventud y verdad.

Una verdad, al menos.

Crítica realizada por Marcos Muñoz

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