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20.03.2015 Críticas  
LAS AMISTADES PELIGROSAS, o Fausto sin Mefistófeles

Pierre Choderlos De Laclos, oficial francés especialista en artillería y balística, quería escribir algo que no dejase indiferente a nadie, que removiera la sociedad y de lo que se hablase incluso cuando él ya no estuviera. Lo consiguió con su novela epistolar LAS AMISTADES PELIGROSAS, que ahora pone en escena la compañía Metatarso en el Teatro Goya de Barcelona.

La adaptación dramática de una historia basada en cartas que nos explican retazos de diversas vidas cruzadas supone un primer reto. Este montaje no trata de esconder ese origen sino que lo subraya, desnudando por completo el escenario del Goya, prescindiendo de telones y decorados y dejando una cantidad limitada de muebles e instrumentos musicales como acompañantes del elenco.

Sí, instrumentos: porque aunque LAS AMISTADES PELIGROSAS no es un musical, sí es una obra con música. Nos recibe, ya desde que entramos en la sala, Carme Conesa tocando lo que parece un clavicordio electrónico: es una primera declaración de intenciones. Recién comenzada la obra escucharemos la primera pieza con toda la compañía. Lo que se canta no es tan importante como la forma en la que suena: rock, distorsión, furia, violencia, ecos. El diseño de sonido es fundamental para esta versión de la pieza, tanto como la perversión de Madame de Merteuil y el Vizconde de Valmont o la inocencia inicial de las víctimas de sus juegos. Ese espacio sonoro creado por Álvaro Delgado sustituye, subraya o matiza la acción, e incluso reinventa la forma tradicional de marcar los apartes y los diálogos, con el uso ocasional de micrófonos que crean un espacio y una dinámica entre los personajes mucho más íntimos que cualquier decorado.

La obra está vertebrada a través del enfrentamiento de dos grandes perversos, a través de los peones que van disponiendo a su alrededor, y que usan a voluntad para su disfrute. En ese sentido, Merteuil puede presentarse como una proto-feminista, no de manera positiva, contrapuesta a la depredación de Valmont, sino comportándose como él, tratando de mantenerse siempre un paso por delante del macho alfa. Lo que no entraba en los planes de nadie es que el libertino de Valmont llegara a conocer realmente el amor que tanto ha embrutecido, llevando a la desdicha a todos los personajes pues esa es una miel que la invulnerable Merteuil no está dispuesta a probar. A Fausto lo salvó el amor y a Valmont lo condena, pero no hay que buscar en Merteuil a una Mefistófeles: aquí no hay Mefistófeles que valga. Aquí son los hombres y mujeres los que se condenan, es la debilidad del ser humano la que le lleva al pecado incluso cuando sabe que está cayendo.

El conjunto de actores y actrices defiende bien sus respectivos papeles, pero hay que destacar a Edu Soto (Valmont), que lleva el peso de la obra y alterna y conjuga sentimientos a veces contrapuestos, a Iria del Río como la atormentada Madame Tourvel, y siempre presente, aunque por lo general más sutil que su rival, una Merteuil que trata de esconder lo que siente hasta no sentirlo, perfectamente construida por Carme Conesa.

Pese a todo lo dicho, hay humor en este montaje, a veces sincero, otras veces torvo, malvado. Sumando todos los elementos, resulta una obra muy recomendada para quien busque un teatro que experimente pero no necesariamente un teatro experimental, fina línea por la que camina con soltura el director Darío Facal. Algo distinto y a la vez fiel al original de 1782, una reflexión sobre el Mal y nuestras debilidades.

Crítica realizada por Marcos Muñoz.

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