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02.06.2023 Críticas  
Miedo y asco en el Purgatorio

Rodrigo García vuelve a España y elige el Teatro de la Abadía de Madrid para estrenar su pieza Cristo está en Tinder, con tres performers y un músico en escena, en lo que siento como un trabajo hercúleo de resistencia para el espectador.

Elisa Forcano, Selam Ortega, Carlos Pulpón y Javier Pedreira a la guitarra, protagonizan la última creación de Rodrigo García, que firma texto y se encarga de la dirección, aunque esta vez se ha propuesto que «estos actores y actrices no repitan de memoria la obra que he escrito, mi deseo es que operen con mis frases, convertirlos en operadores/operarios de mis palabras, que las manipulen mediante ordenadores. Están a los mandos. A veces abren un archivo y leen un texto, otras veces utilizan un programa de lectura, es decir que una voz anónima salida del ordenador nos cuenta parte de la obra.»

Y es que realmente Cristo está en Tinder se siente como esa omnipresencia de Rodrigo García en todas partes, aunque quienes manejan el cotarro de esta travesía por el desierto sean las tres performers y Javier Pedreira que crea una composición musical exasperante y descorazonada, llenando el espacio del diseñado por Rodrigo García, y que me lleva a ese páramo a través del cual las mesías promulgan sus palabras ajenas y leen el evangelio según Tito el perro robot. Un evangelio que cuestiona cómo vive el hombre, cómo se relaciona con los demás, a quién le rinde culto y cómo se expresa.

Me divierten las piezas audiovisuales de Daniel Iturbe, editadas y montadas por Aitor Iturbe; píldoras entre la fotonovela y vídeos de TikTok donde se intuye un amplio metaverso de García en el que señoras con collares heroínas callejeras combaten el aburrimiento y el heteropatriarcado con ultraviolencia, brotes psicóticos y chai latte. Tito el perro y sus interacciones con las performers es un plus del montaje, pero sus diarios virtuales me aportan mucho más que su presencia física en el escenario.

Cristo está en Tinder es un viaje opiáceo muy cinematográfico que me lleva de Lynch a Gilliam, pasando por el camp de Marc Ferrer y el primer Almodóvar, pero pierdo el hilo y el interés con las piezas coreográficas y me embarga la pesadumbre y la oscuridad de las distorsiones de Javier Pedreira con las guitarras, y las dos horas de espectáculo se sienten como una penitencia teatrera, rozando la trolleada del dramaturgo. Entro y salgo de esta pieza, enganchado por las barbaridades del niño de 8 años que fantasea con sus profesoras, y del libro de autoayuda, pero me pesa todo lo demás. Un Rodrigo García para muy fans de Rodrigo García y mucho Rodrigo García.

Crítica realizada por Ismael Lomana

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