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31.05.2023 Críticas  
Que Dios reparta suerte

Tres años después de ganar el Premio Max al espectáculo revelación, la compañía Las niñas de Cádiz trae al Teatre Condal de Barcelona su tragicomedia El viento es salvaje, entre la chirigota y la devoción, entre el drama griego e Ibáñez, entre el humor mojino y el gore popular.

El viento es salvaje se presenta como un regreso a los orígenes, y a fe que desde que entran las cuatro actrices en escena con unos pocos percheros, pañuelos y taburetes, su única arma es la palabra y la acción, el verso y la música. Puro teatro.

La obra comienza presentándonos a sus dos protagonistas, Verónica (Alejandra López) y Mariola (Alicia Rodríguez), tan amigas desde la infancia que son como hermanas, tan afortunada la una como desdichada la otra. ¡Qué digo desdichada! Gafe, gafe. Como si un tuerto la hubiera mirado mientras pasaba bajo una escalera derramando sal y rompiendo espejos un martes y trece. Hasta que la desgracia se ceba especialmente con ella, y Verónica implora a los altares una tregua. Sabemos que el destino, para los griegos, era inalterable, pero ¿y la suerte?

Ese será el detonante para que la tragicomedia costumbrista se convierta en una tragicomedia de tintes helénicos: el subtítulo de la pieza, «Fedra y Medea en Cádiz» es probablemente el que mejor le sienta al espectáculo, ya que al mezclarse las suertes asistiremos a seducciones y traiciones tan involuntarias como irresistibles. Además de varios corifeos en los que mutan todas, Ana López Segovia será el doctor que trata a Mariola tras su casi fatal accidente y el marido de Verónica (además de firmar y dirigir la dramaturgia), mientras que Rocío Segovia construye a un mensajero de malas nuevas y al hijo adolescente de la antes afortunada amiga. Las pasiones se desatan bajo el abrasador viento de poniente, y no habrá quien sujete las riendas como no sea a golpe de kung fu.

Con toda la exageración que lleva el humor de esta comedia, nunca se hace extraña su pareja de viaje dramática. Aquí conviven la chirigota y David Bowie, los rezos y los mandos de la Play, convirtiéndose en entidades y lugares comunes ancestrales. Y lo hacen con naturalidad, creando un universo propio pero muy reconocible. Las cuatro actrices permanecen frescas, cantando o diciendo los versos, tanto en la risa como en el dolor, con un manejo de la escena que nos hace olvidar lo desnuda que está, porque ellas la llenan con su mundo y sus historias. Lo dicho: puro teatro y muy recomendable.

Crítica realizada por Marcos Muñoz

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