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31.05.2023 Críticas  
Parsifal, príncipe de las tinieblas

El Santo Grial, la Lanza del Destino, el Rey Pescador, el malvado hechicero Klingsor, la seductora Kundry…. Todos se reúnen en Parsifal, la ópera sobre la redención con la que Richard Wagner exploró las influencias budistas que le obsesionaban en los 1850s. Con tantas facetas, no es raro que vuelva al Gran Teatre del Liceu de Barcelona. O quizás este Parsifal sea, en secreto… ¿una historia de terror?

Antes de intentar responder esa pregunta (lo que ineludiblemente nos llevará a revelar uno de los secretos de esta producción, ya que es esencial para realizar la crítica) empecemos por hablar del resto de aspectos que no la destripan. Porque durante unos 300 de los 308 minutos de la ópera, este Parsifal que dirige el alemán Claus Guth en absoluto parece moverse en los parámetros del terror.

Empecemos por recordar que Parsifal es una ópera extraña en tanto que el personaje titular aparece tarde en el primer acto, y lo hace como un patán ignorante; y que no es hasta avanzado el segundo que conoceremos siquiera su nombre. Por tanto, el primer acto se sostiene realmente en otros personajes (Gurnemanz, el sacerdote; Amfortas, el rey herido; sus fatigados caballeros y la misteriosa Kundry), entre los que Parsifal aparece como un error del sistema, una anomalía, un fracaso. Es un primer acto lento, además, en el que argumentalmente se nos va revelando poco a poco la situación del castillo de Monsalvat y sus ocupantes, mientras musicalmente nos envuelve una especie de perpetuo amanecer que nunca acaba de llegar. Una promesa de plenitud, pero también un doloroso recordatorio de imperfección y un oriental nirvana de no-ser.

A ese lugar del no-ser llega el héroe que no-sabe, el lienzo en blanco, protegido y maldecido por su ignorancia, su inocencia y su (nos dicen) locura: Parsifal. Gurnemanz, por oposición, es el sabio que atesora las llaves del conocimiento místico. El bajo René Pape interpreta a un Gurnemanz espléndido, sabio, mesurado, pero cuya paciencia adolece de ciertos prejuicios. A su lado, el barítono Matthias Goerne es Amfortas, el Rey Pescador, tesorero del Grial, herido por la Lanza, fervoroso pero agotado. Ambos suenan generalmente bien, aunque en los pocos momentos de este acto en que la orquesta asciende en fuerza y volumen, a veces quedan tapados por los metales. El tenor Nikolai Schukoff se atiene al papel de Parsifal y se contiene para no brillar aún, mientras que la soprano Elena Pankratova se vuelca en una Kundry fiel y trabajadora, vilipendiada sin aparente motivo por los caballeros.

Aprovechando el entreacto, hablemos ahora de la escenografía: ante nuestros ojos, el escenario del Liceu se convierte en un viejo palacio que gira constantemente. Las lentas pero imparables revoluciones obligan a los personajes a vagar por el castillo y les impiden estar donde quieran en cualquier momento. También nos ofrece sorpresas ya que la disposición de una habitación puede haber cambiado la siguiente vez que la veamos. Christian Schmidt, además de esta magnífica escenografía, firma también el vestuario, que remite a los años 20 y primeros 30 del siglo XX, una Alemania de entreguerras tullida y decadente. Todo ello troncal para comprender lo que nos explica esta versión de la ópera.

En el segundo acto, la ópera despierta: nos trasladamos del castillo de Amfortas al de Klingsor (Evgeny Nikitin). La música se vivifica y Parsifal demuestra cada vez más sus virtudes de caballero, resistiendo a la tentación, aprendiendo su lugar en el mundo, enfrentándose a sus enemigos con la fuerza de su fe y de su voluntad. Schukoff comienza a demostrar de verdad sus virtudes como tenor a medida que desarrolla su personaje, para convertirse ya sin duda en el protagonista de la pieza. La distancia física que se establece en escena entre Klingsor y Kundry ayuda a establecer que él está forzándola a ejercer el papel de femme fatal que habrá de encarnar en este acto, no solo con la magia, sino con el privilegio de un rango social superior. Curiosamente, entre Parsifal y Kundry parece a ratos que haya poca química (aunque musicalmente suenen ambos de lujo)… pero como descubriremos en el tercer acto, esto puede que no se deba en absoluto a los dos actores sino que funciona más bien como una profecía de lo que está por ocurrir.

Mientras esperamos a que acabe el segundo entreacto, vaya desde aquí un aplauso para los tres maravillosos coros con los que cuenta la obra: el Cor Infantil Amics de la Unió de Granollers, dirigido por Josep Vila Jover, la Coral Càrmina a cargo de Daniel Mestre i Dalmau, y por supuesto el inefable Coro del Gran Teatre del Liceu, en manos de Pablo Assante. Todos ellos hacen un trabajo maravilloso, con una pureza y unidad de tonos espléndida, tanto fuera como dentro de escena, y firman sin duda algunos de los mejores pasajes musicales de todo este montaje.

El montaje lleva desde 2011 rondando por los escenarios mundiales, pero aviso para navegantes: vamos con la sorpresa final, porque es donde se encuentra el meollo de la cuestión para valorar la obra. Tras el triunfo del bien contra el mal en el segundo acto, y postergada la llegada del tercero por una terrible maldición, regresaremos a un ahora ruinoso Monsalvat para hacer justicia, subsanar errores de juventud, sanar al Rey Pescador, coronar a Parsifal, reunir la Lanza del Destino y el Santo Grial… y proclamar un Tercer Reich eterno e invencible. Sí, al llegar al final de su largo camino, y tratando de reconstruir su dañada patria, nuestro Parsifal puede haberse convertido, con la mejor de las intenciones, en un líder nazi invencible. Una sorpresa que apabulla en el momento, pero que vista en perspectiva ha ido siendo anunciada o al menos sugerida aquí y allá durante la función.

No se trata de identificar tópicamente a Wagner con el nazismo, ni de escandalizar sin base al respetable. El shock final obliga a reevaluar lo que hemos estado viendo, a reconsiderar nuestras ideas de quién es el bueno y el malo de la obra, y reenfoca el clásico transformándolo, en definitiva, en un cuento de terror distópico. Pervirtiendo la redención en putrefacción no se desacraliza a Wagner, al contrario: sin cambiar ni una nota ni una coma, permite arrojar nueva luz sobre los personajes, y da una última oportunidad a los actores para brillar con un culmen distinto de su trayectoria vital a lo largo de esta ópera.

La relectura que hace Guth no solo es artísticamente válida, sino que es en realidad muy interesante, y entronca, además de con nuestra historia, con la mística que rodea a Parsifal y a la figura del Viernes Santo, a la duda que, transcendentalmente, se repite cada año para el cristiano y frente a la que solo sirve la fe: ¿y si a la muerte del Salvador no siguiera una resurrección? ¿Y si la oscuridad venciera? ¿Y si fuera demasiado tarde? ¿Y si la fe no bastara? ¿Y si el eterno retorno fuera eternamente interrumpido? Conseguir que este clásico de Wagner siga interpelándonos, es el mayor triunfo al que podía aspirar.

Crítica realizada por Marcos Muñoz

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