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02.05.2023 Críticas  
Lección de modernidad barroca

Los orígenes de la primera renovación de la ópera italiana, la atención a obras, compositores y solistas que no se prodigan en los repertorios, y la especial tesitura del contratenor guiaron este sábado un hipnótico recital del cantante Xavier Sabata, el director y clavecinista Dani Espasa y la orquesta barroca Vespres d’Arnadí en el Palau de la Música Catalana en Barcelona.

Nunca me cansaré de decirlo, ni de sentirlo: ante cualquier concierto en el Palau de la Música, el primer protagonista es el propio Palau. El impresionante conjunto arquitectónico y escultórico, lejos de sobrecoger, acoge; impacta, pero enamora. Siempre se siente como volver a casa, o cuanto menos a la adorada mansión familiar. Este mismo concierto se pudo escuchar el noviembre pasado en el Centro Nacional de Difusión Musical de Madrid. Pero el Palau siempre es mucho Palau…

Dejemos ahora aparte las valquirias, las musas, la claraboya solar y el fastuoso órgano y vamos con el recital: InVisibili, rezaba el título. En un entorno en el que lo visual apabulla los sentidos, íbamos a pasar a lo que no se ve… como siempre lo es la música. Pero en este caso también para presentar a los grandes desconocidos que hicieron que la ópera fuera lo que hoy reconocemos como ópera. Un viaje al barroco, entre Venecia y Nápoles (con pequeñas influencias de otras geografías, otros gustos y otras músicas), de la mano de una orquesta barroca. Una clase de musicología impartida a base de piezas (las notas del programa resultan, no obstante, imprescindibles para poner en situación cada una de ellas, ya que el orden del recital no es necesariamente cronológico) y de una voz poco habitual hoy en día pero que lo era todo por entonces: el agudo contratenor. El virtuoso Xavier Sabata.

Y virtuosismo es la palabra. Un virtuosismo que iría apareciendo en el recital, in crescendo en la primera parte del concierto. Para apreciarlo, iniciando con una pieza instrumental de Albinoni, «Il nascimento dell’Aurora», seguida sin interludio por el primer aria de la tarde, «Render mi vuole» del Astianatte de Bononcini, piezas más contenidas que abrieron las puertas a posteriores artificios. Siempre con un Dani Espasa al clavecín y la dirección espléndido, e intervenciones muy interesantes de la tiorba de Rafael Bonavita, que aporta una vibración muy particular y que añade riqueza a las composiciones del barroco. El clave «suena» a barroco, sobretodo arropado de fagots oboes y violines, pero el rasgado de la tiorba suma una capa de viveza, de novedad, de frescura. El fagot de Carles Vallés destacó particularmante en el «Ascanio» de Lotti, otra pieza sinfónica; de hecho a cada instrumento se le exigió, en algún momento, que tomara las riendas de la velada, lo que no deja de ser insinuante y, de nuevo, original. Una novedad de hace 300 años.

Y brillaron también tanto el contratenor como la orquesta, con los dramas de Siroe, Re di Persia de Sarro («Gelido in ogni vena», que Vivaldi reclamaría luego para su Farnace) y el Guianguir de Giacomelli («Date il trombe il suon guerriero»). Sabata siempre cerca sin ser nunca excesivo, ágil en la coloratura, sutil en los cierres, y con timbre más vibrante a más exigencia del arco dinámico de las piezas. Y las exigencias no eran pocas, en unas décadas en que la ópera buscaba hacerse seria y era obligatorio dar el más difícil todavía en cada una de las composiciones.

Eso quedó claro en cuanto se inició la segunda parte del concierto, con una pieza para clavecín en solitario de Scarlatti, su «Toccata nº2 en La menor», de dificultad y complejidad exageradas y que Dani Espasa resolvió con total aplomo para, sin dar tiempo a los aplausos, pasar a contrastarlo inmediatamente con el «Qui ti scrivo o nome amato» de Gasparini para L’oracolo del fato, una pieza de su etapa veneciana (y por lo tanto, pre-napolitana), muchísimo más sencilla en comparación, cual blues barroco, que Sabata interpretó sentado en la banqueta de Espasa casi como en un cabaret.

Esta segunda parte continuó con una pieza de la Deianira de Porpora y otra pieza instrumental, del «Alejandro Magno» de Mancini, y culminó fascinantemente con otro Guianguir de Giacomelli («Mi par sentir la bella») y el «Non sempre grandina» del Farnace de Porta, con una sonoridad que hoy ya reconocemos plenamente operística. El público entregado solicitó bises, y hubo dos, bien diversos y muy efectivos: «Cesseran le suoi procelle» de Pollarolo, que demostró la influencia de los últimos temas de la velada, convirtiéndose en una especie de repetición de los esquemas musicales, variando las propuestas para el cantante, y un tema muy posterior de Richard Strauss, «Morgen», que transitando ya la órbita del lied, sonaba absolutamente sorprendente en clave barroca, menos sobrecogedor y más acogedor. Como el Palau.

Una tarde valiosísima con unos artistas de aplauso, del primero al último, que revaloriza y reenamora de un barroco que creíamos repetitivo y trasnochado solo porque no nos lo habían explicado correctamente. Velada didáctica, enriquecedora y con una apuesta por un repertorio escondido a la sombra de los grandes tótems del momento. Escondido, pero ya nunca más invisible.

Crítica realizada por Marcos Muñoz

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