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24.04.2023 Críticas  
Complètement fou

En mi agenda teatral de cuando sea, si Chiens de Navarre están programados, hay que ir a verles, y en esta vuelta a la sala Verde de los Teatros del Canal de Madrid no podía dejar pasar la oportunidad de ver qué es lo que ha salido de sus mentes enfermas con La vie est une fête (La vida es una fiesta).

En esta producción, en la que participa los Teatros del Canal, repite en la dirección Jean-Christophe Meurisse, colaborando con Amélie Philippe; la escenografía es de François Gauthier-Lafaye, diseño de luces de Stéphane Lebaleur, sonido de Pierre Routin y vestuario de Sophie Rossignol.

La vie est une fête es una comparecencia en el Sénat, una visita a una institución psiquiátrica pública, una sesión ginecológica en una caseta de jardín y un choque entre los gilets jaunes (chalecos amarillos) y los antidisturbios. Delphin Baril, Lula Hugot, Charlotte Laemmel, Anthony Paliotti, Gaëtan Peau, Ivandros Serodio y Fred Tousch van saltando de personaje en personaje y de sketch en sketch, regidos por el caos, el humor negro y la ofensa a cualquier colectivo existente o inimaginable (el colectivo que protege a los pulpos no binarios de la explotación sexual submarina se merece representación institucional).

Cuando visitaron Madrid con La vie est une fête, Tout le monde ne peut être un orphelin, esa cena navideña que acababa como debieran hacerlo todas las reuniones familiares, la familia nuclear cis era el foco de la compañía: los cuidados, la dependencia, el complejo de Edipo y la diarrea explosiva les servían para hacer un retrato escatológico y divertido sobre ese marco del cuadro de comedor que es la familia, y que arrastramos con una cadena atada a nuestro tobillo durante toda la vida. La vie est une fête da el salto de la esfera privada a la pública, que no deja de ser una galería de arte contemporáneo en la que todos somos un cuadro; como el propio montaje La vie est une fête que es todo un cuadro, en el que, como en nuestra vida, el Estado termina follándose al ciudadano, de una forma u otra.

Chiens de Navarre, cuyo método de trabajo es un casi continuo work-in-progress en el que tiene cabida la improvisación en cada representación, y donde la creación colectiva es la base que sustenta toda su filosofía. En sus ensayos se sugieren temas, los cuales van evolucionando a golpe de libertad creativa e imaginación (bendita y enferma imaginación). En sus cabezas no hay filtro, y en sus propuestas escénicas, hasta el momento, tampoco. Erre Erre proponía estos pasados días en Twitter la posibilidad de que en los programas de mano españoles, además de si en el espectáculo había luces estroboscópicas y el aviso puritanísimo y caduco de que había desnudos integrales y prácticas sexuales en el escenario, se añadiesen los posibles triggers a los que la audiencia pudiese ser realmente sensible: violencia extrema, escenificaciones de mutilaciones, suicidios, etcétera.

La vie est une fête no tiene la identidad tan redonda que tuvo Tout le monde ne peut être un orphelin, ya que esto no deja de ser una sucesión de escenas, con cierta conexión entre ellas, pero a las que le falta cohesión y entidad por si solas. Carcajeé en muchas ocasiones, disfruté del caos y el descoloque que propone la compañía cuando se lanza a por el público, y me quedo boquiabierto con el despliegue de medios en escena como de producción de teatro público «de las de antes». Espero seguir disfrutando por muchos años de estos locos vecinos, ya sea en los teatros o en sus (espero) futuras incursiones en la pantalla como la fantástica (y bien jodida) Oranges sanguines del mismo Jean-Christophe Meurisse de 2021.

Crítica realizada por Ismael Lomana

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